Regresa la primavera a Vancouver.

martes, 17 de agosto de 2010

Páginas ajenas: EL HOMBRE QUE RÍE, de Víctor Hugo


(Fragmento del capítulo II: Los comprachicos)

Los comprachicos hacían el negocio con niños; los compraban y los vendían, pero no los robaban. El robo de los niños era otra industria.
 
¿Y que hacían de esos niños? Monstruos. ¿Para qué? Para hacer reír.
 
El pueblo necesita reír, y los reyes también. En las plazas, hace falta el payaso y en los palacios necesitan el bufón: el primero se llama Turlupin, el segundo Triboulet. Los esfuerzos del hombre para proporcionarse goces, son a veces dignos de la atención del filósofo.
 
¿Qué bosquejamos en estas cuantas páginas preliminares? Un capítulo del más terrible de los libros que se podría titular: La explotación de los desdichados por los dichosos.
 
Un niño destinado a ser un juguete para los hombres, ha existido y existe todavía hoy. En las épocas cándidas y feroces, eso constituía una industria especial. El siglo XVII, llamado el gran siglo, fue una de esas épocas. Es un siglo muy bizantino. Tuvo la candidez corrompida y la ferocidad delicada, curiosa variedad de civilización. Un tigre con la boca pequeña, Mme. de Sévigné hacía melindres a propósito de la hoguera y de la rueda. Aquel siglo explotó mucho a los niños; los historiadores, aduladores de ese siglo, han ocultado la llaga, pero han dejado ver el remedio, a Vicente de Paúl.
 
Para conseguir hacer del hombre un juguete, es necesario trabajarlo cuando es tierno; el enano se forma cuando es pequeño. Un niño derecho no causa risa, pero jorobado sí.
 
De aquí nació un arte que tuvo cultivadores. Cogían al hombre, y le trocaban en un aborto; cogían una cara, y la convertían en un mascarón. Tasaban el crecimiento, y petrificaban el semblante. Esta producción artificial de casos teratológicos tenía sus reglas, era toda una ciencia. Imaginaos una ortopedia en sentido inverso. Donde Dios colocó la mirada, este arte ponía el estrabismo; donde Dios puso la armonía, establecíase la deformidad; donde Dios imprimió la perfección, se restablecía el bosquejo; pero para los inteligentes en tal arte, el bosquejo era la perfección.
 
También reformaban a los animales. La Naturaleza es nuestro cañamazo, y el hombre desea siempre añadir algo a la obra de Dios, y retoca la creación, unas veces para mejorarla y otras para empeorarla.
 
El bufón de la corte sólo era un ensayo para hacer retroceder al hombre hasta el mono; progreso retrospectivo. Al mismo tiempo trataban de transformar al mono en hombre.
 
 
Víctor Hugo (Francia, 1802-1885)

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