Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

jueves, 31 de marzo de 2011

Decir Adiós es morir un poco (página 128)


De regreso a tu casa, vuelves a pensar en lo que podrían estar ideando los involucrados en "el colchoncito" para su defensa. Eliot, el poeta, debió equivocarse cuando afirmó que "abril es el mes más cruel". Para todos ellos, sin duda, será mayo. Un mes o el otro, qué más da. Cuando éramos niños nos aseguraban que, si actuábamos mal, tarde o temprano recibiríamos el castigo correspondiente. Más debido a la justicia divina que a la humana. Pero de ésta, con todos sus defectos, al menos tienes la certidumbre de que existe e incluso en algunas ocasiones hasta se aplica. Como se plantea en la novela que estás leyendo, la ley es un mecanismo imperfecto que no siempre logra establecer la justicia. Pero la otra, la celestial, ¿de veras existirá? Porque sólo de imaginar por un momento que no... prácticamente toda la moral de la sociedad sería un desatino.
 
 
Jules Etienne

miércoles, 30 de marzo de 2011

Otras lluvias de marzo

 
Las lluvias de esta época, en Vancouver, son ya las últimas, señalan el fin del invierno. Mientras que en el resto del país lo que cae es nieve, aquí, en donde la temperatura raras veces desciende bajo cero, lo que tenemos es una larga temporada de lluvias que da principio en diciembre. Admito que prefiero la nieve, pero cada vez que lo expreso las voces de protesta no se hacen esperar. El caso es que este año, a partir de los festejos de San Patricio, hemos tenido más días soleados de los habituales. Hasta el lunes, en que se dio una casualidad con una precisión digna de mejor causa. Me encontraba releyendo Pedro Páramo, luego de que podría decirse que Werner Herzog lo decidió por mí, y al llegar a la página 93:

"Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra. Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borboteaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas."

Lo curioso del asunto es que toda la novela transpira una atmósfera polvosa y a menudo calcinante, es muy poco lo que se puede encontrar en ella sobre la humedad de la lluvia, y leyendo precisamente ese párrafo escuché como unas gotas empezaban a golpear en mi ventana y desde entonces no ha cesado de llover. Como en el Macondo de García Márquez, en que Isabel miraba la lluvia cuando "El invierno se precipitó un domingo...", esto sucede después de un largo verano de siete meses por lo que los personajes la reciben "Alegres de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas."

En el relato -que es un monólogo interior-, se describe como la lluvia empieza a caer sobre Macondo un domingo y se vuelve cada vez más intensa hasta alcanzar el rango de tormenta para convertirse en un auténtico diluvio. Por fin, el jueves, que Isabel supone viernes, deja de caer: "Sólo entonces me di cuenta de que había escampado y de que en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido a la muerte." Y concluye su propuesta onírica de una manera que no podría estar más apegada al espíritu que caracteriza el estilo de su autor: "Dios mío -pensé entonces confundida por el trastorno del tiempo-. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado."

Los pronósticos del tiempo anuncian que mañana seguirá lloviendo. Tal vez me vuelva a ocupar del tema. Después de todo la lluvia, junto con el mar y la luna, son una constante poética.


Jules Etienne

lunes, 28 de marzo de 2011

Juan Rulfo: páginas del purgatorio


Había leído por primera vez Pedro Páramo como una encomienda escolar durante mi adolescencia. No fue, sin duda, la mejor manera de ingresar al universo de ánimas atormentadas de Juan Rulfo. Recuerdo que por aquella época Javier Herrera, uno de mis compañeros y amigo inseparable, se quejaba no sólo de que no le había gustado, sino de que su lectura había sido una auténtica condena. Sería justo aclarar que Javier no era un mal lector -mucho menos si se toma en cuenta nuestra edad-, e ignoro si habrá mantenido su fobia hacia la obra o la habrá modificado con el tiempo, como me sucedió a mí, que había expresado mi solidaridad incondicional con su opinión.

Cuando la leí de nueva cuenta, bajo la perspectiva ávida de mi formación posterior, en la universidad, quedé deslumbrado. Claro, para entonces ya intentaba escribir mis primeros cuentos -incluso con uno de ellos había obtenido un premio en Argentina-, y estaba mucho más consciente de las dificultades que implicaba la creación literaria, con mayor razón una novela tan compleja con esa atmósfera onírica que oscila entre la realidad, la culpa y los empeños del olvido. Recuerdo que en alguna ocasión Hugo Gutiérrez Vega, en una de sus clases, nos señalaba que hay libros fáciles y libros difíciles. Se me quedó muy grabado. Creí comprenderlo y con el tiempo elaboré mi propia teoría al respecto suponiendo que dicha denominación tendría que referirse a los dos aspectos, tanto al proceso creativo como a su lectura posterior. Lo cual nos permitiría separar entre el concepto del esfuerzo que exigen a su autor o el que requieren de su correspondiente lector. Por ejemplo, Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, fue una obra muy difícil de escribir: las primeras versiones fueron rechazadas por los editores y le tomó alrededor de una década concluirla. Su correspondiente lectura resulta, a la vez, muy demandante. En cambio Pedro Páramo no me parece, a pesar de su intrincada naturaleza, una obra de lectura difícil. Tratar de analizarla, en cambio, sí lo es.

Sin embargo, una forma esquemática de abordarla sería considerando que sus personajes han muerto y son ánimas en el purgatorio de sus propios recuerdos. Fue precisamente esto lo que inspiró un párrafo de mi novela Decir adiós es morir un poco:

Otras mitologías como la griega y la alemana, están pobladas por personajes ficticios para explicar el génesis de su propia raza. Los mexicanos hemos poblado la nuestra con muertos reales: héroes sacrificados y villanos traidores. Morelos e Iturbide, Sierra y Díaz, Madero y Huerta, todos juntos por un solo boleto, con el deambular cotidiano de sus almas en pena entre los vivos, como páginas de Pedro Páramo en este purgatorio colectivo en que hemos convertido la patria. Somos un rencor vivo por el olvido en que nos tuvo... y todavía nos tiene. Olvidados. Los Olvidados ¿de Dios? ¿Un pueblo con tanta fe?

Lo dramático y a la vez exasperante de los personajes en la novela de Rulfo es que ya han perdido la fe:

- ¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?

- Sí, Susana.

- ¿Y es verdad?

- Debe serlo, Susana.

- ¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?

- No, Susana, no alcanzo a oir nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.

Para más adelante concluir ese mismo diálogo:

- ¿Tú crees en el infierno, Justina?

- Sí, Susana. Y también en el cielo.

- Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.

Tal vez el fragmento más explícito, es cuando Juan Preciado dice: "Por eso es que ustedes me encontraron muerto (...) Ya te lo dije desde un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión." A lo que Dorotea le responde:

- ¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño...

viernes, 25 de marzo de 2011

Cuando Pedro Páramo aprendió a hablar en alemán


Leo en las noticias que Werner Herzog, el cineasta alemán, se encuentra de visita en México y se declara un entusiasta de Pedro Páramo, a la que considera como la novela más fina que se haya escrito en América Latina, la cual acostumbra a releer con frecuencia. Asegura que, incluso, es capaz de citar algunos pasajes de memoria.

La aseveración no me sorprende. Al lado de los méritos de sobra conocidos que le atribuyen el rango de obra maestra, también habría que tomar en cuenta que la primera lengua a la que se tradujo la novela de Rulfo fue el alemán, antes que al inglés o francés. Esto debido a que en México radicaba -durante la época en que apareció publicada por primera vez-, exiliada del nazismo, Mariana Frenk, quien se hizo cargo de la correspondiente traducción. Por eso a Pedro Páramo se le conoce en Alemania desde el otoño de 1958, cuando fue editada por Carl Hanser. A pesar de que la reacción de los lectores tomaría más años de los previstos, la crítica en cambio se volcó en elogios inmediatos sobre la novela de un autor mexicano por entonces desconocido.

Fue hasta la Feria del Libro de Frankfurt, en 1976, cuando Alemania también se incorporó a la moda de lo que el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal había bautizado como "el boom latinoamericano", desde su cátedra en la universidad de Yale, que por fin Pedro Páramo alcanzó la difusión que daría origen a innumerables tesis de posgrado en aquel país.

No habrá sido sencilla la labor de traducir el lenguaje tan característico de los habitantes de una determinada región del México rural, con todos sus modismos coloquiales: "Mañana, en amaneciendo te irás conmigo, Chona. Ya tengo aparejadas las bestias"; o también: "Mira, se mueve. ¿Te fijas como se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido", a lo que recibe como respuesta, "Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú ni lo reconociste". En contraste con el carácter poético de su prosa en esa misma página: "Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer..."

Y ni qué decir de los nombres de los personajes, ya que algunos de ellos implican un sentido simbólico: Pedro Páramo (Pedro significa piedra y un páramo es desértico), Fulgor Sedano, Dolores Preciado, o apodos como el de Dorotea la Cuarraca. Debió ser bastante complicado tratar de traducirlos y no les habrán quedado más que dos opciones, o rebautizarlos con toda libertad o respetarlos en español, aunque el lector extranjero haya perdido con eso la riqueza de sus connotaciones. Entiendo que esto último es lo que se hizo. Según Marie-José Lamorlette: "En algunos casos es necesario adaptar para ser perfectamente fiel, es decir, modificar algunos términos o elementos portadores de sentido en la lengua de partida a modo de infundirle el mismo sentido en la lengua de llegada".

Tal vez por eso se dice que las traducciones son como las amantes: cuando son hermosas son infieles y sólo las feas son fieles.


La ilustración corresponde a una fotografía de Werner Herzog.

jueves, 24 de marzo de 2011

Sin táctica ni estrategia


A mediados de la década de los setenta, cuando me encontraba estudiando en la universidad, estaba de moda ser hippie o radical. No había lugar para los moderados -mucho menos para los conservadores-, y de inmediato se nos etiquetaba de revisionistas, como si fuera un insulto. En realidad esa fue la acusación con que Stalin emprendió al acoso de Trotsky. Hoy en día, casi cuarenta años después, lo vergonzoso sería simpatizar con el estalinismo.

Regresando al pasado, debió ser por iniciativa de uno de mis maestros que impartía alguna de las materias relacionadas con la literatura, tal vez René Avilés Fabila, que nos daba Literatura y Sociedad, el poeta Hugo Gutiérrez Vega con quien llevaba Literatura y Periodismo, o Gustavo Sáinz que tenía una adjunta llamada Lucy, y era lo mejor de su clase. No lo recuerdo con precisión puesto que a esa edad era lo que menos importaba, el caso es que una mañana suspendieron las clases para que pudiéramos acudir al salón más amplio de la facultad, porque habían invitado a Mario Benedetti a conversar con el alumnado.

Por entonces yo había leido los cuentos de La muerte y otras sorpresas, que era más o menos reciente (fue publicada en 1968) y Quién de nosotros, además de algunos poemas sueltos -todavía no había adquirido la costumbre de leer poesía con asiduidad-. Es decir, lejos de ser un experto en su obra, tampoco la desconocía. Por supuesto que no faltaron los que aprovecharon para evadir la charla y se fueron de pinta o a vagar por las llamadas islas, que se ubicaban en la zona posterior de la facultad.

Como no era una conferencia formal ni nada por el estilo, Benedetti improvisó algo, platicó un poco de lo que recién había escrito y nos propuso una sesión de preguntas y respuestas. De inmediato se apoderaron de la palabra aquellos que tenían mayor experiencia en asambleas y manejaban su típico lenguaje. Como era de suponerse, encaminaron lo que pudo ser un conversación sobre la experiencia de la creación literaria, las corrientes poéticas o las tendencias de la novela, para secuestrarla por los recovecos de lo que consideraban más importante: la situación política del tercer mundo (que entonces era un concepto recién acuñado), la explotación de América Latina, el imperialismo, el bloqueo a Cuba, y algunos disparates propios de la época. Los demás callamos respetuosos escuchando a Benedetti responderles lo que deseaban escuchar. Al salir del aula un reducido grupo a quienes nos interesaba más Benedetti el escritor, el poeta, nos quedamos a rumiar nuestra frustración. Una joven de la vecina facultad de Filosofía y Letras, de veras indignada, nos comentaba su rechazo. Cuando otro compañero muy arrogante de quien sólo recuerdo su apodo, la acusó, juzgó y condenó, en una misma frase: "¿Estudias Letras y todavía lees a Benedetti?".

Todo esto sucedió antes de que él apareciera en la película El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela, o de que Serrat grabara un disco musicalizando algunos de sus poemas: "Una mujer desnuda y en lo oscuro tiene una claridad que nos alumbra". Hay quienes piensan que su obra es demasiado ligera, apropiada para adolescentes, por lo que cuando se incursiona en la lectura de autores más ambiciosos, se abandona a Benedetti de una vez por todas y para siempre. No ha sido mi caso. Hay cosas de él que me parecen disfrutables y otras que me siguen interesando. A menos que en el fondo siga siendo un adolescente, lo cual no me parece tan remoto.

Precisamente el poema con el que me permití formar el juego de palabras para dar su título al presente texto -considerando que a final de cuentas resultó una oportunidad malograda-, me sigue gustando: "Mi táctica es hablarte y escucharte, construir con palabras un puente indestructible..." Era, por cierto, el favorito de Jessica, a quien hace ya diez años que no veo -el tiempo es implacable, no cabe duda-.

Y pensar que platicamos con Benedetti de asuntos que ahora ni siquiera recuerdo pero que suponíamos trascendentes, pudiendo aprovechar la ocasión para ocuparnos de poemas y novelas. ¡Qué desperdicio!

miércoles, 23 de marzo de 2011

Páginas ajenas: LA TREGUA, de Mario Benedetti


(Fragmento)

Viernes 22 de marzo

Corrí veinte metros para alcanzar el omníbus y quedé reventado. Cuando me senté, creí que me desmayaba. En la tarea de quitarme el saco, de desabrocharme el cuello de la camisa y moverme un poco para respirar mejor, rocé dos o tres veces el brazo de mi compañera de asiento. Era un brazo tibio, no demasiado flaco. En el roce sentí el tacto afelpado del vello, pero no lograba identificar si se trataba del mío o el de ella o el de ambos. Desdoblé el diario y me puse a leer. Ella, por su parte, leía un folleto turístico sobre Austria. De a poco fui respirando mejor, pero me quedaron palpitaciones por todo un cuarto de hora. Su brazo se movió tres o cuatro veces, pero no parecía querer separarse totalmente del mío. Se iba y regresaba. A veces el tacto se limitaba a una tenue sensación de proximidad en el extremo de mis vellos. Miré varias veces hacia la calle y de paso la fiché. Cara angulosa, labios finos, pelo largo, poca pintura, manos anchas, no demasiado expresivas. De pronto el folleto se le cayó y yo me agaché a recogerlo. Naturalmente, eché una ojeada a las piernas. Pasables, con una curita en el tobillo. No dijo gracias. A la altura de Sierra, comenzó sus preparativos para bajarse. Guardó el folleto, se acomodó el pelo, cerró la cartera y pidió permiso. "Yo también bajo", dije, obedeciendo a una inspiración. Ella empezó a caminar rápido por Pablo de María, pero en cuatro zancadas la alcancé. Caminamos uno junto al otro, durante cuadra y media. Yo estaba aún formando mentalmente mi frase inicial de abordaje, cuando ella dio vuelta la cabeza hacia mí, y dijo: "Si me va a hablar, decídase".

Domingo 24 de marzo

Pensándolo bien, que caso extraño el del viernes. No nos dijimos los nombres ni los teléfonos ni nada personal. Sin embargo, juraría que en esta mujer el sexo no es un rubro primario. Más bien parecía exasperada por algo, como si su entrega a mí fuera su curiosa venganza contra no sé qué. Debo confesar que es la primera vez que conquisto una mujer tan sólo con el codo y, también, la primera vez que, una vez en la amueblada, una mujer se desviste tan rápido y a plena luz. El agresivo desparpajo con que se tendió en la cama, ¿qué probaba? Hacia tanto por poner en evidencia su completa desnudez que estuve por creer que era la primera vez que se encontraba en cueros frente a un hombre. Pero no era nueva. Y con su cara seria, su boca sin pintura, sus manos inexpresivas, se las arregló, sin embargo, para disfrutar. En el momento que consideró oportuno, me suplicó que le dijera palabrotas. No es mi especialidad, pero creo que la dejé satisfecha.


La ilustración corresponde a una fotografía de Mario Benedetti en un autobús.

martes, 22 de marzo de 2011

Un lugar que comunica mi infancia con mi muerte


Me asumo un lector voraz de la obras de Manuel Vázquez Montalbán en las que el detective Pepe Carvalho es su protagonista. Mi novela Decir adiós es morir un poco está dedicada a la memoria de dos escritores fallecidos: a Edmundo Valadez, quien fuera mi maestro en un taller literario que tuvimos hace muchos años, y a Vázquez Montalbán: "por su muerte en Bangkok, con los aviones a manera de pájaros y para agradecer el viaje a los mares del sur al que me invitara la tarde de un domingo en la ciudad de México". Esa tarde a la que me refiero, me acompañaba un entrañable amigo a quien la distancia ha desvanecido de mi vida pero no de mis afectos, escritor, guionista de cine, autor de un excepcional ensayo sobre Buñuel, pero sobre todo un cálido ser humano: Pancho Sánchez. En dicha ocasión también iba con nosotros el cineasta Mario Hernández. Adquirí un ejemplar de Los pájaros de Bangkok y otro de Los mares del sur, editadas en pasta dura por Planeta, y Vázquez Montalbán me los dedicó.

Esos dos ejemplares los dejé, junto con el resto de mi biblioteca, encomendados a Beatriz Maupomé, cuando tuve que salir de México para venirme a radicar a Canadá. Estando ya aquí me hizo lo que al personaje de Kafka en El proceso, me acusó de algo muy serio que nunca he sabido que fue, hasta la fecha. Pero cuando conversábamos por teléfono me subrayaba con la proverbial indignación femenina: "Tú bien sabes a que me refiero". Y no, lamento confesar que casi una década después, todavía desconozco la gravedad de aquello que se supone fue mi responsabilidad. Durante algún tiempo me angustió, hasta que logré convencerme de que -como diría Arturo de Córdova-: "no tiene la menor importancia". Se le atribuye a Séneca la frase de que el tiempo cura lo que la razón no es capaz de curar, acepté la pérdida de quien había sido una persona muy cercana y por la que mantenía un afecto muy especial y ahora, de manera por demás mezquina, ya no extraño tanto a los seres que dejé en México, anclados en una etapa que cada vez me parece más lejana de mi historia individual. En cambio, sigo lamentando haber perdido los dos ejemplares que me había dedicado Vázquez Montalbán, así como uno de La muerte tiene permiso, en el que Edmundo Valadez había dejado un testimonio de nuestra amistad y que, lo tengo muy claro, lo hizo cuando ambos coincidimos en un congreso de escritores en Zacatecas.

Trabajando como voluntario en Inland Refugee Society, a lo cual me dediqué casi tres años, me vi forzado a aceptar que no debemos aferrarnos a los objetos que tienen un valor sentimental, aunque sean el símbolo de algo que consideramos importante en nuestra vida. Después de todo, son meros referentes. Lo esencial permanece en nuestra memoria. Mi tarea en ese lugar era abrir el expediente de los clamantes de refugio recién llegados. Tuve la oportunidad de tratar con personas que provenían de la guerra de Kosovo, en la que habían perdido a la totalidad de su familia; chinos que eran víctimas de la cacería racial en Indonesia; o africanos que eran los últimos sobrevivientes de alguna tribu -entre ellos un par de adolescentes que habían escapado a pie a través de las montañas y estaban esperando que sus padres las alcanzaran, tal y como lo habían acordado, aquí en Vancouver. ¿Cómo decirles que era muy probable que jamás llegaran?-. Muchos de ellos viajaban, huían más bien, con las manos vacías, sin siquiera una chamarra para cubrirse durante el implacable invierno canadiense. De manera que mis novelas autografiadas me parecieron tan poca cosa en aquellos momentos. Lo único que me resta por desear es que Beatriz, quien al ser filóloga tenía un gran respeto por los libros, no se haya deshecho de ellos. Poco importa que hayan dejado de pertenecerme.

Mi intención original era ocuparme de La rosa de Alejandría, para relacionarla de alguna manera con el cuento Glaciar, incluido en el volumen La locura juega al ajedrez, de Enrique Anderson Imbert, incitado por el contacto que he podido recuperar con los antiguos compañeros preparatorianos en mi natal Tampico. Una suerte de equivalencia personal del Bósforo al que alude Ginés Larios en La rosa de Alejandría, como el lugar que "comunica mi infancia con mi muerte".

He agotado el espacio de hoy y mañana planeo dedicarlo a un fragmento de La tregua, de Mario Benedetti. Será en otra ocasión cuando por fin concluya esto que he iniciado con la recién llegada primavera.


La ilustración corresponde a una fotografía
de pájaros volando en un parque de Bangkok, Tailandia.

viernes, 18 de marzo de 2011

Cuando nos disfrazamos de irlandeses


Todos portaban alguna prenda de color verde o sombreros como los que usan los gnomos conocidos como leprechaun. Algunas mujeres se pintaron un trébol de tres hojas en el rostro. Las lluvias de marzo nos obsequiaron una tregua. Fue un día espléndido, frío y soleado. Por la noche, la luna llena estuvo nimbada por las nubes como para provocar los aullidos de algún licántropo. Pero los únicos aullidos eran los de los jóvenes formados en filas que parecían interminables para ingresar a los antros.

Las banquetas del centro de la ciudad fueron invadidas por gaiteros, uno de ellos, caminando sobre zancos, habría ganado un premio a la popularidad si lo concedieran. Pero de todas maneras se veía feliz permitiendo que le tomaran fotografías con esta y con aquél, con estos y con aquellas, incluida una adolescente ebria que estuvo a punto de derribarlo pero el gaitero, haciendo gala de su habilidad, sólo trastabilleó y desafinó una nota, pero no perdió el equilibrio ni la melodía. Desde la acera de enfrente, un joven con su guitarra eléctrica tocaba un blues que no venía al caso, lo importante era mantener el espíritu festivo.

Es que se celebraba el día de San Patricio y el que no sea irlandés tiene derecho a fingir que lo es. Si el verdadero nombre de Guillén de Lampart era William, había nacido en Wexford y quería la independencia de México de la corona española, en tanto que John Riley se hacía llamar Juan al frente del legendario Batallón de San Patricio que peleaba del lado de los mexicanos contra los gringos invasores, ¿qué les puede impedir a los mexicanos festejar ese día como irlandeses?

Ya casi me olvidaba que se supone debo ocuparme de escritores y su obra. No dejaré de mencionar entonces que James Joyce, el innovador que transformó para siempre la novela en lengua inglesa, era irlandés, nativo de Dublín, como también lo era Bram Stoker, el creador de Dracula, lo mismo que dos premios Nobel de literatura: George Bernard Shaw, quien lo obtuvo en 1925, y Samuel Beckett, el alumno de Joyce que revolucionó el arte dramático con su teatro del absurdo, y que lo recibió en 1969. Cuando nació Oscar Wilde, otro célebre dublinés, en 1854, Irlanda formaba parte del Reino Unido, y por eso se asegura con frecuencia que era inglés: "Soy irlandés de raza pero los ingleses me condenaron a hablar la lengua de Shakespeare".

El domingo tendremos el desfile con bandas de música, carros alegóricos y personajes ataviados de manera alusiva a las tradiciones y leyendas celtas. Vancouver se disfraza de Dublín aunque sólo sea para beber cerveza Guinness en los Irish pubs. Unas jóvenes asiáticas, menuditas, los ojos rasgados, sonrientes, con sus sombreros verdes, se pretendían irlandesas. Era San Patricio. El que no sea irlandés debe por lo menos intentar parecerlo. Se vale por un día. Es un pretexto para celebrar.

jueves, 17 de marzo de 2011

Una mujer rodeada por la nieve


Con el pretexto de que José Donoso era chileno, me voy a referir a mi reciente texto sobre los poetas chilenos y la nieve, el cual propició que recibiera un comentario con el correspondiente saludo de Alonso Soto, uno de los jóvenes chilenos que el año pasado fueron no sólo mis inquilinos sino también mis vecinos. Durante ese lapso me contaron algunas leyendas de tradición oral típicas de su tierra, entre las que rescato las de La Pincoya, una especie de sirena que procura salvar a quienes naufragan en las aguas del archipiélago de Chiloé, el Caleuche, barco fantasma de malos augurios, y la que más me hecho reír: la del Trauco. Las tres que menciono, junto con otras, han sido reunidas en el formato de cómic bajo el nombre de Chilemitos. Espero más adelante tener la oportunidad de compartirlas con aquellos que tienen la paciencia de visitar este blog.

El caso es que mantengo un grato recuerdo de estos muchachos, del intenso Pablo Lavanderos, quien debe haber sido el chileno en el hemisferio boreal que más celebró los goles y los triunfos de la selección de su país durante la pasada copa del mundo, de Gabriela Céspedes, la única guapa, quien ya se encuentra de regreso aunque viviendo hasta el otro lado de la bahía, en North Vancouver, lo cual nos ha dificultado un poco cada vez que nos encontramos, y el resto de ellos, Simón, un inglés con apariencia de chileno -así como podría decirse de Borges, que parecía argentino-, el tocayo Julio, Felipe y Alejandro. Pero de entre todos ellos comparto con Alonso el hábito de leer poesía. Y en el comentario que consigno, me hizo llegar su observación sobre un extenso poema de Nicanor Parra, titulado La mujer, ya que me había limitado a los trabajos poéticos de Pablo Neruda y Gabriela Mistral, sus dos premios Nóbel de literatura, así como de Vicente Huidobro y Gonzalo Rojas -un par de poetas que disfruto mucho-. De manera que, para compensar la ausencia de Parra y agradecer la atención de Alonso, aprovecho esta ocasión para reproducir un fragmento relativo a la nieve, del poema que me ha hecho llegar desde las montañas donde nacen los cóndores:

La mujer había elegido el lecho de un río para levantar sus tablas
Los utensilios domésticos yacían amontonados
Paisajes, matorrales se veían
Se veían piedras.
Todo esto ocuría en el corazón de una isla
Qué isla era aquella dios santo
Dios Santo
quién era yo para reírme de Cronos
Preguntaba a la hija idiota qué es aquello
Apuntando con el índice hacia unos cerros próximos
¡Nieve! respondía ella
Correcto, era nieve. En verdad era nieve.
Me daba vueltas y sin dejar de reír preguntaba de nuevo
Mirando ahora hacia el otro confín.
Nieve respondía de nuevo.
Estábamos rodeados de nieve
pero era el corazón del verano.

Por cierto, dentro de unos días, cuando aquí termine el invierno, allá en el sur estará concluyendo el verano. Nicanor Parra despreciaba a otros poetas, en su Manifiesto creo advertir una diatriba contra Borges cuando dice: "Al poeta Ratón de Biblioteca" y este es su breve antipoema Quédate con tu Borges:

él te ofrece el recuerdo de una flor amarilla
vista al anochecer
años antes que tú nacieras
interesante puchas que interesante
en cambio yo no te prometo nada
ni dinero ni sexo ni poesía
un yogur es lo + que podría ofrecerte

Sin embargo, mantuvo su admiración por Neruda. En su discurso de bienvenida por la incorporación de éste a la Universidad de Chile, en 1962, iniciaba Parra asegurando que "Hay dos maneras de refutar a Neruda: una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado".

De manera, Alonso, que considero saldada la deuda de haber pasado por alto a Nicanor Parra, según entiendo tu poeta favorito. En mi caso, pienso seguir leyendo a Neruda... y a Borges.


La ilustración corresponde a una fotografía del atardecer en la cordillera de Los Andes.

martes, 15 de marzo de 2011

Una Serenata para Lupe (fragmento inicial)



"Estoy muy cansada de todo esto y no sé que hacer conmigo misma": Lupe Vélez

- No sé de que podrías tener miedo, Estelle -más que dirigirse a su amiga, Lupe dejó que la pregunta flotara en su propia incertidumbre y desvió la mirada sin esperar respuesta-. Estoy llegando a un punto en donde lo único que temo es la vida.

Debió ser por el fresco de la madrugada, pero su voz sonaba ajena, como si hubiera dejado de pertenecerle, con un ligero temblor que Estelle atribuyó al frío. Tenía la fragilidad de un lamento quebradizo a punto de romperse y no se percibían en ella vestigios de su intensidad habitual. El automóvil se alejó hasta perderse en la oscuridad de North Rodeo Drive mientras la figura de Lupe Vélez, de por sí menudita, se fue haciendo más pequeña por el espejo retrovisor, pero su amiga ya no alcanzó a verla entrar de nuevo en la casa, seguida por los fieles Chips y Chops que ladraban su propia inquietud. Adiós Estelle, hay muchas cosas más que quisiera decirte, que ya nunca sabrás... Eran casi las cuatro y la señora Kinder la esperaba despierta. Todavía le preguntó si se le ofrecía algo, pero en realidad Lupe ya no necesitaría gran cosa, acaso un frasco de seconales y redactar unas notas de despedida. A veces me siento como si tuviera cien años, como si fuera una anciana lista para el asilo. ¡Dios santo! ¿Cuánto habré vivido que ni siquiera lo noté? Entre tanto frenesí, su existencia había dejado de ser una suma con los trozos de sueños y pesadillas para tornarse una última resta de lo que ya no sería.

Empezó a escribir con su letra torpe, de rasgos infantiles, unas líneas para Harald y recordó el día en que lo había conocido. ¿Por qué tuviste que atravesarte en mi camino? ¿Cómo fui a enredarme con un hombre que no sirve ni para bolearse los zapatos? Su arraigado catolicismo la mantenía convencida de que la vida es como un mapa trazado por un ser supremo y es muy poco lo que puede hacer la voluntad. Había vivido y moriría bajo la sombra de un determinismo religioso. Y pensar que hasta llegué a imaginarme que podíamos compartir la vida. Visitaba el foro en el que filmaban El Pirata y la dama, para encontrarse con Arturo de Córdova, cuando un desconocido llamó su atención: un joven aventirero, atractivo, de origen confuso y pasado fantasioso, que se prestaba para incitar los celos de aquél. Sin embargo, de Córdova solía mantener la tibieza, sobre todo en materia de romances, y fiel a su estilo se habrá dicho a sí mismo: "No tiene la menor importancia", para dar vuelta a la página y cerrar el capítulo que llevaba el nombre de Lupe Vélez. Estoy tan cansada de todo el mundo. La gente cree que peleo por capricho, por puro gusto; pero es que en realidad siempre he tenido que pelear por todo. Desde que era una niña no he hecho otra cosa que pelear.

A través de la ventana percibió una brisa templada que provocaba el murmullo de las hojas al caer presagiando el fin del otoño. A la distancia, se escuchaba la tonada de Serenata a la luz de la luna. Algún vecino debería estar rindiendo una suerte de homenaje premonitorio a Glenn Miller, quien desaparecería al día siguiente en un vuelo militar que nunca llegó a París, su destino original, tal vez derribado por la artillería alemana. Eran tiempos de guerra, pero Lupe ya tenía la suya propia como para todavía andar pensando en las guerras ajenas. Había luchado tanto y estaba por perderlo todo.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Epigrama: CUARESMA



Tras de tanta algarabía y risa

la última noche de carnaval,

el festejo concluye en ritual

con una cruz de ceniza.
 
 
Jules Etienne

La ilustración corresponde a El combate entre don Carnaval y doña Cuaresma (1599),
de Pieter Brueghel, el viejo.

martes, 8 de marzo de 2011

Epigrama: CARNAVAL



Afán de subvertir la realidad,

provocar la carcajada tenaz.

Máscaras que ocultan la identidad:

la verdad bajo un disfraz.
 
 
Jules Etienne

miércoles, 2 de marzo de 2011

PAÍS DE NIEVE: El discreto encanto de la sutileza


Yasunari Kawabata fue el primer japonés en recibir el premio Nobel de literatura en 1968. Al lado de La casa de las bellas durmientes y El maestro de Go, figuran dos novelas en cuyos títulos aparece implícita la nieve: Primera nieve en el monte Fuji, y País de nieve, la obra que mejor lo identifica. La academia sueca explicó que su decisión había sido motivada "por la maestría de su prosa, por medio de la cual expresa con gran sensibilidad la esencia del pensamiento nipón".

Kawabata se refería a la región en que transcurre su novela como "la espalda de Japón". Y es que la zona occidental de la isla de Honshu es el lugar en el que cae más nieve de todo el mundo. En el invierno, los vientos que soplan desde Siberia van acumulando humedad a su paso sobre el mar y terminan por estrellarse contra las montañas dejando caer una cantidad insolente de nieve. De tal manera que entre los meses de diciembre y mayo, se llegan a acumular más de cuatro metros de nieve, bloqueando todos los caminos y con el ferrocarril como el único medio de transporte posible. Sus habitantes quedaban, entonces, prácticamente incomunicados del resto del mundo, sobre todo en los años treinta, época en la que se ubicaba la acción, que desde su párrafo inicial advierte: "El tren salió del túnel y se internó en la nieve. Todo era blanco bajo el cielo nocturno".

El protagonista, Shimamura, es un comerciante que viaja a las montañas para disfrutar de sus aguas termales y mantiene un peculiar idilio con Komako, una joven aspirante a geisha. Pero mientras él se resiste a dejarse llevar por los sentimientos, ella acepta: "No puedo quejarme. A fin de cuentas, sólo las mujeres son capaces de amar de verdad".

La descripción de los recuerdos posee el encanto de la sutileza. "Shimamura contempló la escena con el ensimismamiento de los insomnes y recordó aquella mañana invernal en que había contemplado el reflejo de la nieve enmarcando el reflejo de Komako en ese mismo espejo. Los copos eran mayores; sin embargo, flotaban con más levedad en el aire. La montañas que parecían más lejanas cada día, a medida que las hojas de los árboles se marchitaban, habían recuperado la vida con la nieve." Tras ese párrafo empieza a tejer el delicado relato del proceso de elaboración de la seda de Chijimi, "cuya frescura provenía del espíritu de la nieve".

Después de leer la prosa impecable de Kawabata, con ese mismo candor que despliega la nieve al caer, se comprende porque afirmó que "la literatura no hace sino registrar los encuentros con la belleza".
 
 
Jules Etienne