Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

sábado, 7 de abril de 2012

Páginas ajenas: LA MUCHACHA DE LAS BRAGAS DE ORO, de Juan Marsé

"Enfundadas en ceñidos trajes de faralaes..."
 
(7 de abril de 1953)
 
Capítulo XXXVIII
 
El lector atento a cierta quincalla de la prosa recordará tal vez una respingona grupa que, ceñida en elástica tela roja y salpicada de agujas de pino, luego de balancearse en el columpio de los niños, alegró las postrimerías del crispado capítulo XXIII. Esta muchacha tiene todo un porvenir detrás de sí, profeticé ya entonces. Sin embargo, jamás he conocido a una mujer tan frontalmente dispuesta a casarse como fuera y con quien fuera. Creo que debo añadir algo sobre Lali Vera.
 
Coincidí con ella y las demás chicas de los Coros y Danzas a finales de 1949, viajando a bordo del Monte Ayala en una gira artística por Sudamérica. Oficialmente fui como corresponsal de un diario de Madrid, pero en realidad me regalé unas vacaciones. (Lástima que no evoques aquí, siquiera de pasada, las exaltadas crónicas de Indias que enviaste al periódico, tío, aquellas loas cinceladas y patrióticas a las danzas de "nuestras españolitas" con sus trajes regionales.) Durante el viaje de ida, la vistosa granadina había coqueteado a fondo con un conocido periodista de pluma artillera y lenguaje cuartelado que todavía hoy dispara desde El Alcázar. Enfundadas en ceñidos trajes de faralaes, las encabritadas nalgas causaron luego estragos en Buenos Aires, Panamá y Santo Domingo. Y en el viaje de regreso, poco antes de atracar en Bilbao, fue sorprendida en los lavabos en brazos de un joven oficial al servicio de la naviera Aznar, con el cual se casó a los cuatro meses. A partir de entonces, ni mi mujer ni yo volvimos a saber de la bailarina ultramarina.
 
Cuatro años después, la noche del 7 de abril de 1953, me tropiezo casualmente con esa joya forrada de terciopelo barato en un pequeño y espeso bar de Sitges, frente al que paro el coche camino de Calafell, para tomarme un café y una aspirina. Nada más al entrar reconozco la firme grupa dirigiéndose al extremo del mostrador, no menos respingona, pero con un balanceo más pausado, más profesional. Por lo demás, ya no era nuestra Lali; sin fuego en el pelo, con una vaga suciedad en la piel. Pero todo eso no viene a cuento...
 
 
Juan Marsé (España, 1933)