Regresa la primavera a Vancouver.

miércoles, 17 de febrero de 2021

La cruz de ceniza en la frente de los Buendía


Hoy es miércoles de ceniza. El mismo día en que los hijos del coronel Aureliano Buendía quedarían marcados para siempre en Cien años de soledad.

El miércoles de ceniza, antes de que volvieran a dispersarse en el litoral, Amaranta consiguió que se pusieran ropas dominicales y la acompañaran a la iglesia. Más divertidos que piadosos, se dejaron conducir hasta el comulgatorio donde el padre Antonio Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza.

Se trataba de una cruz indeleble que no iba a ser posible lavar ni borrar a pesar de  la mágica herbolaria de Macondo.

En febrero, cuando volvieron los dieciséis hijos del coronel Aureliano Buendía, todavía marcados con la cruz de ceniza, Aureliano Triste les habló de Rebeca en el fragor de la parranda, y en medio día restauraron la apariencia de la casa, cambiaron puertas y ventanas, pintaron la fachada de colores alegres, apuntalaron las paredes y vaciaron cemento nuevo en el piso, pero no obtuvieron autorización para continuar las reformas en el interior. Rebeca ni siquiera se asomó a la puerta.

Después de que "el rechoncho y sonriente míster Herbert" descubriera las bondades de los plátanos de la región, la avalancha humana que los invade se volverá incon- tenible:

Otros dos hijos del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en la frente, llegaron arrastrados por aquel eructo volcánico, y justificaron su determinación con una frase que tal vez explicaba las razones de todos.

- Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene.

En un principio, aquellas cruces que portaban en su frente los hermanos Buendía, causaban el efecto de motivar cierta reverencia:

Remedios, la bella, y, sus espantadas amigas, lograron refugiarse en una casa próxima cuando estaban a punto de ser asaltadas por un tropel de machos feroces. Poco después fueron rescatadas por los cuatro Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respeto sagrado, como si fueran una marca de casta, un sello de invulnerabilidad.

La ceniza que, de acuerdo con los cánones de la fe, simboliza la naturaleza transitoria de la  condición humana, y queda establecida desde el Génesis: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverum reverteris (Hombre, recuerda que polvo eres y al polvo volverás), comienza a cumplirse como si fuese una maldición que pesara sobre los Buendía, al suscitarse una enconada cacería anónima con puntual fatalidad:

Aquella noche de muerte, mientras la casa se preparaba para velar los cuatro cadáveres, Fernanda recorrió el pueblo como una loca buscando a Aureliano Segundo, a quien Petra Cotes encerró en un ropero creyendo que la consigna de exterminio incluía a todo el que llevara el nombre del coronel. No le dejó salir hasta el cuarto día, cuando los telegramas recibidos de distintos lugares del litoral permitieron comprender que la saña del enemigo invisible estaba dirigida solamente contra los hermanos marcados con cruces de ceniza.

Uno de los hermanos llevaba por nombre Aureliano Amador: "Lo recordaban muy bien por el contraste de su piel oscura con los grandes ojos verdes." Ejercía el oficio de carpintero "y vivía en un pueblo perdido en las estribaciones de la sierra", por lo que no resultaba tan sencilla la tarea de encontrarlo para advertirle lo que estaba aconteciendo.

Después de esperar dos semanas el telegrama de su muerte, Aureliano Segundo le mandó un emisario para prevenirlo, pensando que ignoraba la amenaza que pesaba sobre él. El emisario regresó con la noticia de que Aureliano Amador estaba a salvo. La noche del exterminio habían ido a buscarlo dos hombres a su casa, y habían descargado sus revólveres contra él, pero no le habían acertado a la cruz de ceniza.

Finalmente, como era predecible, el coronel culparía de aquella desgracia al cura Antonio Isabel, señalándole como el responsable de haber estigmatizado a su des- cendencia con ese marchamo inocultable:

Llegó hasta denunciar la complicidad del padre Antonio Isabel, por haber marcado a sus hijos con ceniza indeleble para que fueran identificados por sus enemigos. El decrépito sacerdote que ya no hilvanaba muy bien las ideas y empezaba a espantar a los feligreses con las disparatadas interpretaciones que intentaba en el púlpito, apareció una tarde en la casa con el tazón donde preparaba las cenizas del miércoles, y trató de ungir con ellas a toda la familia para demostrar que se quitaban con agua. Pero el espanto de la desgracia había calado tan hondo, que ni la misma Fernanda se prestó al experimento, y nunca más se vio un Buendía arrodillado en el comulgatorio el miércoles de ceniza.

De manera que quienes acostumbran a cumplir con este antiguo ritual religioso, podrán estar seguros de que nunca se van a topar con algún descendiente de Aureliano Buendía en la misma iglesia.

Jules Etienne

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