Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

sábado, 22 de junio de 2013

Solsticio: SOLSTICIO DE VERANO, de Giorgos Seferis


1

El mayor de los soles en un lado
y del otro luna nueva
lejos de la memoria como aquellos pechos.
Y en medio el abismo de la noche estrellada
el cataclismo de la vida.

Los caballos en las eras
galopan y transpiran
encima de los cuerpos esparcidos.
Allá van todos
y esta mujer
a quien miraste bella, un instante
encórvase ya no resiste más arrodillóse.
Las piedras de molino muelen todo
y todo en astros se convierte.

En vísperas del día más extenso.

2

Todos tienen visiones
por más que nadie lo confiese;
van y aseguran que andan solos.
La magna rosa,
estuvo siempre aquí
a tu costado sumergida en lo profundo del sueño
tuya y desconocida.
Pero apenas ahora que tus manos la tocaron
en sus remotos pétalos
has sentido caer la pesantez compacta del danzante
en el río del tiempo—
borbollón tremebundo.

No disipes el hálito que te acordó
este respirar.

3

Con todo en este sueño
degenera el ensueño fácilmente
en pesadilla.
Como el pez que brilló bajo la ola
y en el cieno del fondo se sumió
o bien camaleón que cambia de color.
En la ciudad vuelta prostíbulo
rufianes y cuerpos públicos
pregonan encantos podridos;
la muchacha traída por las olas
luce una piel de vaca
para que la monte el torillo;
al poeta
los chiquillos le lanzan deyecciones
mientras ve cómo sangran las estatuas.
Es preciso que salgas de este sueño;
de esta piel fustigada.

4

En la demente dispersión
a diestra y a siniestra por encima y abajo
revolotean las basuras.
Sutiles humos deletéreos

paralizan los miembros de los hombres.
Las almas apresuradas a dejar el cuerpo
tienen sed y no hallan agua por ningún sitio;
fíjanse acá fíjanse allí a la ventura
pájaros atrapados en varetas;
inútilmente se debaten
tanto que no resisten más sus alas.

La región se reviene sin cesar
jarro de tierra cocida.

5

En narcóticas sábanas envuelto
el mundo nada tiene que ofrecer
salvo este final.
En la cálida noche la marchita
sacerdotisa de Hécate
con los pechos desnudos arriba en la terraza
implora un plenilunio de artificio, mientras
dos impúberes siervas que bostezan
revuelven filtros aromáticos
en calderos de cobre.
Hartáranse mañana los amadores de perfumes.

El fuego y los afeites de ella son iguales
a los usados por las trágicas
un yeso ya resquebrajado.

6

Por los laureles
por las blancas adelfas
por la espinosa peña
y el mar de vidrio a nuestros pies.
Recuerda la túnica que miraste
abrirse y deslizarse sobre la desnudez
y caer al redor de los tobillos
muerta—
si así cayera este sueño
entre los laureles de los muertos.

7

El álamo en el pequeño huerto
su respirar mide tus horas
noche y día;
clepsidra que los cielos llenan.
Bajo la fuerza de la luna sus hojas
arrastran en el blanco muro negras pisadas.
Hay en el borde unos cuantos pinos
y detrás mármoles y luminarias
y hombres así como son los hombres.
Pero el mirlo gorjea
cuando viene a beber
y algunas veces oyes el canto de la tórtola.

En el pequeño huerto de diez pasos de largo
puedes ver cómo cae
la luz del sol en dos claveles rojos
en un olivo y una exigua madreselva.
Admite quién eres.
El poema
no lo sumerjas en los hondos plátanos
nútrelo con la tierra y la roca que tienes.
Para mayores frutos—
los hallarás cavando en el mismo lugar.

8

El papel blanco rígido espejo
sólo devuelve lo que eres.

El papel blanco habla con tu voz,
tu propia voz
no la voz que te place;
tu música es la vida
ésta que has dilapidado.
Es posible ganarla de nuevo si lo quieres
si te cebas en esa indefinida cosa
que a regresar te impulsa
al punto de partida.

Viajaste, muchas cosas has visto muchos soles
tocaste muertos y vivos
el dolor percibiste del muchacho
y los quejidos de la mujer
el amargor del niño inmaturo—
y lo que percibiste se abate sin sostén
si en este vacío no pones tu confianza.
Tal vez encuentres allá lo que creíste perdido;
el brote de la juventud, la justa
sumersión de la vejez.

Tu vida es lo que diste
este vacío es lo que diste
papel blanco.

9

Hablabas de cosas que no veían los demás
y éstos reíanse.

Boga con todo en el umbroso río
contra la corriente;
cursa los caminos incógnitos
a ciegas, obstinado
y busca palabras enraizadas
como el olivo de múltiples nudos—
y déjalos que rían.
Aspira a que también el otro mundo
en la hodierna sofocante soledad habite
en este presente dilapidado—
déjalos.

El rocío del alba y el viento del mar
existen sin que nadie lo demande.

10

A la hora en que los sueños se vuelven verdad
al despuntar el día
vi los labios abrirse
pétalo a pétalo

En el cielo brillaba una delgada hoz.
Temí que los segara.

11

El mar que nombran la serenidad
barcos y velas blancas
brisa desde los pinos y el Monte de Egina
respiración jadeante;
resbalaba tu piel sobre la piel de ella fácil y cálida
cual incipiente pensamiento que se olvida al punto.

Pero en los médanos
un pulpo arponeado lanzó tinta
y en el fondo—
si pudieras pensar hasta donde terminan
las hermosas islas.

Mirábate con toda la luz y la tiniebla que poseo.

12

Agítase ahora la sangre
al bullir el calor
en las venas del cielo virulento.

Pretende trascolarse a través de la muerte
para encontrar la bienaventuranza.

La luz es pulsación
más y más lenta cada vez
piensas que va a detenerse.

13

Un poco más y se detiene el sol.
Los espíritus del alba
soplaron en las desecadas caracolas;
el pájaro cantó tres veces
tres veces sólo;
la lagartija en la piedra blanca
queda inmóvil
mirando la yerba requemada
allí donde se deslizó la culebra.
Un ala negra traza una profunda brecha
arriba en la cúpula del azul—
átala, que se abre.

Dolor de la resurrección.

14

Ahora,
con el plomo fundido de las adivinanzas*
el centelleo del mar estival,
la desnudez entera de la vida;
y el pasar y el parar y
el acostarse y el incorporarse
Como el pino en pleno mediodía
por la resina sojuzgado a engendrar la llama se apresura
y no soporta ya el dolor—

grítales a los niños que junten la ceniza
y la siembren.
Lo pasado pasó justificadamente.
Y aun lo que no pasó
debe quemarse
en este mediodía con el sol enclavado
en el corazón de la rosa de cien pétalos.


Giorgos Seferis (Grecia, 1900-1971) 

(Traducido del griego por Jaime García Terrés)

* Alusión a una ceremonia que, al mediodía de cada 24 de junio, tiene lugar en ciertas islas griegas. Dicha ceremonia, llamada klído-nas, se desenvuelve como sigue: Reunidas algunas muchachas, llenan una vasija de barro con el agua de un pozo, en medio del mayor silencio. Al mismo tiempo, caliéntase en otra vasija un pedazo de plomo, hasta que el plomo se funde. En seguida, se vierte el plomo derretido en el primer recipiente lleno de agua, mientras rezan determinadas oraciones. Como es natural, al enfriarse, el plomo se endurece y adopta formas caprichosas. Una de las muchachas lo toma entonces con sus manos y lo entrega a una “adivina”, para que, mediante una interpretación de esa forma, le prediga el futuro. El mismo proceso se repite en beneficio de cada una de las participantes. (Nota del traductor).

Por otra parte, Luis González de Alba señala: "Giorgos Seferis comete un error semejante en Solsticio de Verano. Dicen los dos primeros versos, en traducción de Jaime García Terrés: El mayor de los soles en un lado/ y del otro luna nueva. La luna nueva o invisible se produce cuando está del mismo lado que el Sol. Debo reconocer que dudé del traductor, pero en el original Seferis dice, en efecto, neo feggari (luna nueva)."

jueves, 13 de junio de 2013

Páginas ajenas: LA FERIA DE LAS TINIEBLAS, de Ray Bradbury


 
(Párrafo inicial del prólogo: Junio, el mejor mes del año)

En primer lugar, era octubre, un mes raro para los niños. En verdad, todos los meses son raros, de un modo o de otro. Pero los hay buenos y malos, como dicen los piratas. Septiembre, por ejemplo, un mes malo: empiezan las clases. Pero agosto es bueno: las clases todavía no han empezado. Julio, bueno, julio es realmente estupendo: no hay ni rastros de clases. Junio, no hay ninguna duda, junio es el mejor de todos porque las puertas de la escuela se abren de par en par, y para septiembre falta un millón de años.


Ray Bradbury (EUA, 1920-2012)

jueves, 6 de junio de 2013

Vampiros: A UN RETRATO, de Octavio Paz

al pintor Juan Soriano

No suena el viento,
dormido allá en sus cuevas
y en lo alto se ha detenido el cielo
con sus estrellas y sus sombras.
Entre nubes de yeso arde la luna.
El vampiro de boca sonrosada,
arpista del infierno, abre las alas.
Hora paralizada, suspendida
entre un abismo y otro.
           
Y las cosas despiertan, vueltas sobre sí mismas,
y se incorporan en silencio,
con el horror y la delicia
que su ser verdadero les infunde.
Y despiertan los ángeles de almendra,
los ángeles de fuego de artificio
y el nahual y el coyote y el aullido,
las animas en pena que se bañan
en las heladas playas del infierno,
y la niña que danza y la que duerme
en una caja de cartón con flores.
           
Por amarillos escoltada
una joven avanza, se detiene.
El terciopelo y el durazno
Se alían en su vestido.
Los pálidos reflejos de su pelo
son el otoño sobre un río.
Sol desolado en un desierto pasillo
¿a quién espera, de quién huye,
indecisa entre el terror y el deseo?
¿Vio brotar al inmundo de su espejo?
¿Se enrosco entre sus muslos la serpiente?
           
Vaga por los espacios amarillos
como una lenta pluma de esplendor y desdicha.
Se detiene al borde de un latido, quieta.
No respiran, no brillan
en su pecho de espuma
las cuentas del collar, fulgor quebrado.
Algo mira o la mira.
Atrás, la puerta calla.
El muro resplandece con fatigadas luces.
 
 
Octavio Paz (México, 1914-1998)
 
* Sobre este retrato de Elena Garro, escribió Enrique Krause: "Y, en efecto, allí está como debió de ser, una belleza áurea, enigmática y cerebral. Sentada en una terraza, tras ella se advierte una puerta cerrada, acaso la misma que -como evocaba Soriano- se cerró muchas noches para Octavio Paz. Su poema sobre este retrato (A un retrato) fluye entre imágenes de ternura y deseo y toques de amenaza, casi de horror."

miércoles, 5 de junio de 2013

Páginas ajenas: VLAD, de Carlos Fuentes

".. y el matrimonio del sexo y el horror, la mujer y el miedo..."

(Fragmento del primer capítulo)

Su oscuro origen (o su gélida razón sin concesiones sentimentales) excluía de la casona de piedra gris, separada de la calle por un brevísimo jardín desgarbado que conducía a una escalinata igualmente corta, toda referencia de tipo familiar. En vano se buscarían fotografías de mujeres, padres, hijos, amigos. En cambio, abundaban los artículos de decoración fuera de moda que le daban a la casa un aire de almacén de anticuario. Floreros de Sévres, figurines de Dresden, desnudos de bronce y bustos de mármol, sillas raquíticas de respaldos dorados, mesitas del estilo Biedermeier, una que otra intrusión de lámparas art nouveau, pesados sillones de cuero bruñido… Una casa, en otras palabras, sin un detalle de gusto femenino.
 
En las paredes forradas de terciopelo rojo se encontraban, en cambio, tesoros artísticos que, vistos de cerca, dejaban apreciar un común sello macabro. Grabados angustiosos del mexicano Julio Ruelas: cabezas taladradas por insectos monstruosos. Cuadros fantasmagóricos del suizo Henry Füssli, especialista en descripción de pesadillas, distorsiones y el matrimonio del sexo y el horror, la mujer y el miedo…
 
- Imagínese -me sonreía el abogado Zurinaga-. Füssli era un clérigo que se enemistó con un juez que lo expulsó del sacerdocio y lo lanzó al arte…
 
Zurinaga juntó los dedos bajo el mentón.
 
- A veces, a mí me hubiese gustado ser un juez que se expulsa a sí mismo de la judicatura y es condenado al arte...

Suspiró. - Demasiado tarde. Para mí la vida se ha convertido en un largo desfile de cadáveres… Sólo me consuela contar a los que aún no se van, a los que se hacen viejos conmigo…

Hundido en el sillón de cuero gastado por los años y el uso, Zurinaga acarició los brazos del mueble como otros hombres acarician los de una mujer. En esos dedos largos y blancos, había un placer más perdurable, como si el abogado dijese: - La carne perece, el mueble permanece. Escoja usted entre una piel y otra…


El patrón estaba sentado cerca de una chimenea encendida de día y de noche, aunque hiciese calor, como si el frío fuese un estado de ánimo, algo inmerso en el alma de Zurinaga como su temperatura espiritual.
 
Tenía un rostro blanco en el que se observaba la red de venas azules, dándole un aspecto transparente pero saludable a pesar de la minuciosa telaraña de arrugas que le circulaban entre el cráneo despoblado y el mentón bien rasurado, formando pequeños remolinos de carne vieja alrededor de los labios y gruesas cortinas en la mirada, a pesar de todo, honda y alerta -más aún, quizás, porque la piel vencida le hundía en el cráneo los ojos muy negros.
 

Carlos Fuentes (1929-2012)
 
 La ilustración corresponde a La pesadilla (1781), de Johann Heinrich Füssli.
 
 
 

La lectura de las primeras páginas de la novela es posible en el sitio de Editorial Alfaguara: http://www.alfaguara.com/mx/libro/vlad/

martes, 4 de junio de 2013

Vampiros: AMANTES, de Jorge Gaitán Durán

"... como dos vampiros al alzarse el día..."

I

Somos como son los que se aman.
Al desnudarnos descubrimos dos monstruosos
desconocidos que se estrechan a tientas,
cicatrices con que el rencoroso deseo
señala a los que sin descanso se aman:
el tedio, la sospecha que invencible nos ata
en su red, como en la falta dos dioses adúlteros.
Enamorados como dos locos,
dos astros sanguinarios, dos dinastías
que hambrientas se disputan un reino,
queremos ser justicia, nos acechamos feroces,
nos engañamos, nos inferimos las viles injurias
con que el cielo afrenta a los que se aman.
Sólo para que mil veces nos incendie
el abrazo que en el mundo son los que se aman

mil veces morimos cada día.

II
 
Desnudos afrentamos el cuerpo
como dos ángeles equivocados,
como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día,
labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
boca que busca la boca, estatuas erguidas
que en la piedra inventan el beso
sólo para que un relámpago de sangres juntas
cruce la invencible muerte que nos llama.
De pie como perezosos árboles en el estío,
sentados como dioses ebrios
para que me abrasen en el polvo tus dos astros,
tendidos como guerreros de dos patrias que el alba separa,
en tu cuerpo soy el incendio del ser.
 
 
Jorge Gaitán Durán (Colombia, 1924-1962)

lunes, 3 de junio de 2013

Páginas ajenas: NO PERDURA, de José Emilio Pacheco

"... contemplaban la película de la que Ernesto no saldrá jamás."

A Edmundo Valadés en los cincuenta años de El Cuento

La mano de Claudia se cerró con mayor fuerza en su mano. Un vago horror remplazó la sorna con que Ernesto miraba la película. En la pantalla observada por miles de personas como ellos apareció un corredor sombrío. El rostro del que representa la víctima adquiere un aspecto de terror verdadero. Pero qué absurdo compartir en 1961 la sugestión de un público idiota al que espantan los trucos de una película filmada en los años treinta. Ernesto debió haberla visto de niño porque en ella todo le parecía familiar.

Ni siquiera está bien hecha, dijo en su interior. La actuación ya resulta muy anticuada. En el fondo es involuntariamente cómica. No me explico por qué no se ríe el público. Pero la mano de Claudia llenaba de sudor la palma de la mano de Ernesto, mientras en un campanario de utilería, en un estudio de filmación destruido años después por las bombas aliadas, suenan las doce de la noche en un reloj que ya no existe. Y sobre las rayas y veladuras de la copia maltrecha el vampiro avanza con un candelabro en la mano y el viento hace girar las cortinas de gasa. Viento muerto, viento falso, viento que no se alzó nunca: es una ficción más soplada por inmensos ventiladores eléctricos en un lugar de Europa que ha desaparecido. Hoy asienta multifamiliares o fábricas o grandes tiraderos de basura y escombros.

En ese mundo de celuloide próximo a deshacerse por la acción corrosiva de los nitratos la ventana se abre, vuela un falso murciélago que sostiene un hilo finísimo y, por obra del montaje, se transforma en vampiro. Es decir, en un hombre pálido o verdoso -el blanco y negro de la película no autoriza esa precisión- envuelto en una capa, sonriente y cruel con sus colmillos curvos y agudos. El vampiro camina hacia su víctima. El intérprete se vuelve hacia la cámara. Lo observan el director, el camarógrafo, la script-girl, todo el equipo. Al terminar la toma brindarán con el vampiro y hablarán de cómo Hitler se ha afianzado en el poder y prepara la venganza contra las naciones que humillaron a Alemania en 1918.

El vampiro murió (Holanda, la Luftwaffe). Los jóvenes del staff murieron en el invierno infernal de Stalingrado. Hoy el director hace películas azucaradas en que siempre se bailan valses vieneses. Todo normal. La muerte llega, la vida continúa, las guerras y los crímenes se olvidan. En 1961 el terror no brota de los castillos en los Cárpatos sino de los depósitos en los que almacenan bombas de hidrógeno.

Ernesto reflexionaba en todo esto. Pero en la otra realidad de la pantalla el rostro de la víctima llena el cuadro y observa, ya desprovisto de cualquier defensa, las caras del público remoto, impensable en el momento en que se filmaron esas secuencias. Y el close-up permanece hasta que el vampiro se acerca y clava sus colmillos en el cuello del último descendiente de quien en el siglo XVI violó su tumba, intentó clavarle una estaca en el pecho y derramó su sangre inmortal.
 
Ernesto la tomó del brazo cuando salieron del cine:
 
- ¿Te gustó?
- No, estas cosas me aterran.
- Claudia, por favor, ya estás grandecita.
- Perdóname. Comprendo que es una tontería.
- Me encantan las películas de terror... Son muy chistosas.
- A mí no. Luego no puedo dormir.
- ¿Dónde quieres cenar?
- En ningún lado. Ya se me hizo tarde.
- Son apenas las once.
- No quiero que mis padres se preocupen.
- Bueno, te iré a dejar. No quiero causarte problemas.
 
Veinte minutos después Ernesto detuvo el coche frente a la casa de Claudia.
 
- Pasa. Podemos tomar algo.
- No, mejor nos vemos mañana. Te llamo temprano.
- Como quieras. ¿Estás enojado?
- ¿Por qué voy a estarlo?
 
Ernesto la besó ligeramente en los labios; esperó a que entrara y siguió por avenida Revolución. Al llegar a San Ángel dio vuelta a la derecha y continuó por las calles empedradas. Bajó para abrir con su llave la puerta del garaje. Le pareció más ingrato que nunca vivir solo en lo que había sido la finca de sus bisabuelos, una casa de campo llena de corredores, edificada en 1890, cuando San Ángel era un lugar de fin de semana para los ricos de la capital.
 
La sirvienta se iba a las siete. A Ernesto le hubiera gustado escuchar otro rumor que no fuese el susurro del viento en los árboles y el murmullo del río agonizante al que pronto iban a sepultar en tubos de concreto. "Es", se dijo, "una noche ideal para la aparición de los vampiros. Por fortuna los vampiros no existen más que en los cuentos y en las películas."
 
Guardó el automóvil. Atravesó el jardín. Sintió caer una gota. Comenzaba la lluvia. Se levantaba el viento helado del Ajusco. Ernesto entró en su cuarto y se cambió de ropa. Tenía hambre. Estaba a punto de ir a la cocina cuando se apagó la luz.
 
"Pasa lo mismo siempre que llueve", murmuró. Encendió las cinco bujías de un candelabro y avanzó hacia la cocina. En ese instante se dio cuenta de que el corredor era idéntico al de la película. No, idéntico no: era el mismo corredor de la película.
 
La piel de Ernesto se erizó. Estaba en el corredor que había pisado siempre desde niño y también en el corredor en los Cárpatos que daba a habitaciones encortinadas de gasa. Se detuvo. Escuchó el aleteo de un murciélago. Cuando Ernesto se volvió, el murciélago era ya el vampiro, el muerto vivo enterrado en el siglo XVI y ahora mismo en 1961 y en el presente perpetuo que es el único tiempo conjugable en el cine.
 
Ernesto arrojó el candelabro. Se apresuró a abrir la puerta de la cocina. Entró en ella y descubrió a dos mil o tres mil espectadores que contemplaban la película de la que Ernesto no saldrá jamás. Porque el vampiro ya clava en él sus colmillos y la mano de Claudia se aferraba a la mano de un Ernesto ficticio. El verdadero Ernesto, ya agonizante, puede mirarlo desde el otro lado de la pantalla, mientras el vampiro le envenena la sangre y lo va hundiendo para siempre en la noche.


José Emilio Pacheco (México, 1939)

domingo, 2 de junio de 2013

Páginas ajenas: EL HIJO DEL VAMPIRO, de Julio Cortázar


Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito.

El rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte aparente -en el 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una honda puñal- había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos. Ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo.

Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. Y también un césped propicio, o una cariátide.

Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.

Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese meditado, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con hambre.

Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa, y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.

Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.

En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte. La hipótesis de una pesadilla demasiado verista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrido un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.

Puertas cerradas con Yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de -¡horror!- cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua.

Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la Yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.

Pensaba a veces -horizontal y húmedo en su nicho de piedra- que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.

El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss Wilkinson gritar a la señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:

- Es como su padre, como su padre.

Miss Wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades.

Cuando los médicos se enteraron hablóse de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.

- Es como su padre -dijo-. Como su padre.

El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No solo ocupaba el cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.

Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la media noche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.

Miss Wilkinson, en la galería, vio acercarse una som- bra. No gritó porque estaba segura de que con ello no llegaría a nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.

—Es absolutamente mío -dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta- y nadie puede interponerse entre su esencia y mi cariño.

Hablaba del hijo; Mis Wilkinson se calmó.

Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz.

Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta.

Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo.

Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss Wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos preguntando, preguntando, preguntando.
 
 

Julio Cortázar (Argentino nacido en Bruselas, Bélgica en 1914
y fallecido en París, Francia, en 1984)

sábado, 1 de junio de 2013

Vampiros: POEMA DE INVIERNO, de Martín Luis Guzmán

"Juan gritó: «Todos contra él», y nos defendimos."

El Loco decía: Amo la nieve, flor del invierno, tanto como a las rosas de las mañanas tibias y a las espigas de las tardes doradas; amo de ella, en la ciudad, la blancura efímera de sus primeras horas, cuando el manto cándido hace mate la luz del sol, y también cuando convierte en morados misteriosos la negrura de la noche; la amo en el campo, allí eterna su pureza irreprochable.

Si miro desde mi ventana cómo bajan los copos a lo largo de invisibles hilos temblorosos, o cómo los arrastra el viento a remolinos sin sentido, el alma se me cuaja de tristeza. Pero si hundo en la nieve los pies, si dejo que ella me azote cara y manos y no evito que resbale a veces entre el vestido y la piel hasta derretírseme en el cuello, en el pecho, en la espalda, la sangre se me rejuvenece entonces y vuelve a mí la alegría de las locas carreras infantiles.

Nevado estaba el parque ayer: pequeñas colinas albas subían desde los diminutos albos valles. Nevado estaba y solitario. Y en el corazón de tanto silencio, sobre la blanca sábana de nieve, las líneas quebradas de los árboles daban toda su música a los ojos. Uno que otro grito se oía de súbito, también preciso y rápido como raya negra.

Con pies y manos aventé la nieve. Hice bolas para tirar a los árboles. Me senté sobre la nieve amontonada en los bancos. Esculpí figuras rudimentarias. Construí castillos y fuentes fantásticos. Levanté trincheras. Me escondí en cuevas. Echéme a rodar por las pendientes. Abrí la boca para que en ella entrara la nieve y se derritiera.

Una bandada de muchachos pasó haciendo cabriolas. Los desafié, y llenos de júbilo guerreamos largo rato. Hubo arrojo y temor; hubo saltos, carreras, encuentros, caídas, sorpresas. Al principio fingieron huir de mí; mas, envalentonados después, acabaron por cercarme y vencerme. Me ahogaban durante la lucha la risa y la fatiga, y reían ellos también a medida que arreciaban sus golpes, más y más certeros. Cuando al fin echaron a correr, tenía yo nieve en los ojos, en las orejas, en la boca, y la sangre me cosquilleaba por todo el cuerpo. ¡Cuánta felicidad!

Decían los muchachos: El Loco estaba ayer en el parque mordiendo la nieve y arremetiendo contra los árboles. (Cuentan que lleva largas las barbas y la cabellera, porque con ellas ata a los niños cuando los coge para clavarles las uñas y chuparles la sangre.) Juan nos decía: “Presto hemos de pasar, porque la noche llega.”

Y escondidos detrás de un recodo, veíamos al Loco patear de rabia. Tan pronto apilaba la nieve, como la esparcía y aplanaba; o la echaba al viento con pies y manos; o se cubría con ella hasta la cintura... Sin quitar de él los ojos, nos consultamos y nos dimos valor:

—Volvamos a la Puerta Grande y sigamos el borde del río.

—No. Esperar será mejor.

—Si nos persigue, lo atacamos todos.

El Loco cavaba hoyos e iba formando con la nieve un gran montón. (Cuentan que en esos hoyos esconde a los niños que mata.) Del montón hizo una cueva, en donde se metió luego. Buen rato estuvimos mirándole la punta de los pies, que dejó afuera; pero de pronto rascó con ellos en la nieve y desaparecieron también. Esperamos… Esperamos…

—¡Ahora! —dijo Juan, y corrimos todos.

Pero el Loco nos espiaba; surgió de nuevo y se abalanzó a nosotros. Sus barbas eran tan grandes que cerraban todo el camino. La cabellera le nevaba, y con la mano libre de la capa nos disparaba enormes bolas de nieve. (Cuentan que bajo la nieve los guardas del parque hallaron tres niños muertos el otro invierno.) Sobrecogidos de pavor, quisimos correr. Juan gritó: “Todos contra él”, y nos defendimos.

A cada golpe certero que le dábamos saltaba furioso y lanzaba alaridos horribles. Si quien acertaba era él, rompía en una risa espantable que todavía nos llena de terror. Lo vencimos al cabo de muchas horas: lo obligamos a refugiarse cerca de un árbol y allí lo golpeamos con furia cada vez mayor. El bufaba y gruñía. Doblóse al fin por la cintura y clavó la cabeza en la nieve. Entonces huimos…

(Cuentan que en las noches de luna el Loco anda por el parque escarbando la nieve; cuentan que busca los cuerpecitos de los niños cuya sangre ha chupado.)

 
Martín Luis Guzmán (México, 1887-1976)