Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

viernes, 30 de octubre de 2015

Venecia: EL DIFUNTO MATÍAS PASCAL, de Luigi Pirandello

"... estando en Venecia tropecé con un anciano gondolero que se empeñó en que yo era alemán o austríaco..."

(Fragmento del capítulo 12: De noche, mirando al río)

Había ya consumado de pies a cabeza mi transformación exterior; todo afeitado, con unos lentes de color azul claro y el pelo largo, artísticamente revuelto, ¡parecía enteramente otro! Me detenía a veces a hablarme a mí mismo delante de un espejo y no podía contener la risa.
 
- ¡Adriano Meís! ¡Para ti es la vida! ¡Qué lástima que tengas que ir hecho un adefesio! ... Pero, después de todo, ¿qué más te da? Ruede la bola. Si no fuera por este ojo que conservas de aquel otro, de aquel bestia, no resultarías tan feo, después de todo, pese a lo estrafalario de tu figura. Cierto que mueves a risa a las señoras. Pero de ello no tienes tú, en el fondo, la culpa. Si aquel otro tío no hubiera gastado el pelo corto no te verías obligado ahora a llevar tu melena; y también me consta que no vas así de afeitado como un cura por tu gusto. ¡Paciencia! Cuando las bellas rían... ríete tú también; es lo mejor que puedes hacer.»
 
Vivía, por lo demás, conmigo y de mi sustancia. Apenas si cruzaba la palabra con los fondistas, camareros y vecinos de mesa, y jamás entablaba con ellos conversación seguida. Es más: de la cortedad que experimentaba hube de inferir que no era yo dado a la mentira. Esto aparte de que tampoco los demás mostraban mucha gana de pegar conmigo la hebra, acaso porque, al ver mi rara estampa, me tomaban por extranjero. Recuerdo que estando en Venecia tropecé con un anciano gondolero que se empeñó en que yo era alemán o austríaco, sin que hubiera forma de sacarlo de su error. Yo había nacido en la Argentina, sí, señor; pero de padres italianos. Mi verdadera «rareza», digámoslo así, era muy otra, y sólo yo la sabía: que yo no era ya yo; en ningún registro civil constaba mi persona, excepto en el de Miragno, sólo que como muerto y con otro nombre.
 
 
Luigi Pirandello (Italia, 1867-1936). Obtuvo el premio Nobel en 1934.

viernes, 23 de octubre de 2015

Venecia: LAS CIUDADES INVISIBLES, de Italo Calvino


(Fragmento)

Después del crepúsculo, en las terrazas del palacio real, Marco Polo exponía al soberano los resultados de sus embajadas. Habitualmente el Gran Kan terminaba las noches saboreando con los ojos entrecerrados estos relatos hasta que su primer bostezo daba al séquito de pajes la señal de encender las antorchas para guiar al soberano hasta el Pabellón del Augusto Sueño.

Pero esta vez Kublai no parecía dispuesto a ceder a la fatiga.

- Dime una ciudad más -insistía.

- ...Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante... -proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el alba cuando dijo: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.

- Queda una de la que no hablas jamás.

Marco Polo inclinó la cabeza.

- Venecia -dijo el Kan.

Marco sonrío.

- ¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?

El emperador no pestañeó.

- Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.

Y Polo:

- Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.

- Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.

- Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mi es Venecia.

- Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.

El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.

- Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran -dijo Polo-. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.

 
Italo Calvino (Escritor italiano nacido en Cuba en 1923 y fallecido en Italia en 1985)

jueves, 22 de octubre de 2015

Venecia: LIMONES AMARGOS, de Lawrence Durrell

"Venecia al alba, vista desde el puente del barco que me llevará hasta Chipre..."

Rumbo a un desprendimiento de tierras en el este
 
(Primeros párrafos)

Los viajes, como los artistas, nacen, no se hacen. Contribuyen a ellos un millar de distintas circunstancias, muy pocas de las cuales han sido deseadas o determinadas por la voluntad... a pesar de lo que podamos pensar al respecto. Surgen en forma espontánea de las exigencias de nuestra naturaleza, y los mejores nos conducen, no sólo hacia afuera, hacia el espacio, sino también hacia adentro. Los viajes pueden ser una de las formas más compensatorias de la introspección...
 
Estos pensamientos nacen en Venecia al alba, vista desde el puente del barco que me llevará hasta Chipre por entre las islas; una Venecia quebrada en mil reflejos del agua, fresca como una jalea. Era como si algún gran maestro enloquecido hubiese arrojado su caja de colores contra el cielo para cegar el ojo interno del mundo. Nubes y agua se mezclaban chorreando colores, fundiéndose, superponiéndose, licuándose, con agujas y techos y balcones flotando en el espacio, como los fragmentos de alguna vidriera de colores vistos a través de una docena de velos de papel de arroz. Fragmentos de historia rozados por los colores del vino, el alquitrán, la tierra ocre, el ópalo de fuego y el cereal maduro. Y el todo lavado a la vez en los bordes, con suavidad, para confundirse con el cielo del alba, tan tenue y circunspecta, azul como un huevo de paloma.
 
Lo retuve todo en el espíritu, con suavidad, como una pintura abstracta, acunándolo en mis pensamientos: todo el campamento de catedrales y palacios, sobre el nítido fondo del rostro de Stendhal, sentado para siempre en una silla de duro respaldo, en Florian, bebiendo sorbitos de vino; o sobre el de un Corvo, que revolotea como algún gigantesco murciélago sobre estas callejas hechizadas por la luz...
 
Las palomas invaden los campamentos. Oigo sus alas, al otro lado del agua, como el susurro de abanicos en un gran salón de baile de verano. También palpita el vaporetto del Gran Canal, con dulzura, como un pulso humano, vacilando y renovándose luego de cada vacilación que señala la etapa de un desembarco. Los palacios de vidrio de los Dogos son machacados en un mortero de cristal, filtrados a través de un prisma. En Chipre, Venecia nunca estará lejos de mí, porque el león de San Marcos sigue atravesando el aire húmedo de Famagusta, de Kirenia.

 
Lawrence Durrell (Inglés nacido en India y fallecido en Francia, 1912-1990)
 
(Traducido al español por Floreal Mazía)  

miércoles, 21 de octubre de 2015

Venecia: SALVO EL CREPÚSCULO, de Julio Cortázar

"Así de noche, las linternas salpican de oro la laguna."

Venecia

El caracol de la laguna
guarda los ecos del pasado.
Aquí el león, aquí San Marcos
velan de pie entre tanta tumba.
 
Una ceniza de palomas
y un artificio de linternas
traman la fábula que cierra
la blanda estela de la góndola.
 
Sobre las mismas piedras rosa,
sobre las mismas aguas verdes,
los hombres y su vida breve
beben el vino de la hora.
 
iEternidad, oh entrega al tiempo!
La duración nace en la fuga...
Única, sola, la laguna guarda
las obras de los muertos.
 
(Ceder, astucia de la carne,
a obra de amor a otra materia,
petrificar esa belleza
que burla el tiempo y lo rehace-)
 
Así de noche, las linternas
salpican de oro la laguna;

es otra vez la arquitectura
del hombre que urde sus estrellas,

que alza del agua esta Venecia
como una rosa entre las tumbas.
 
 
Julio Cortázar (Argentino nacido en Bruselas, Bélgica en 1914; y fallecido en París, Francia en 1984).

martes, 20 de octubre de 2015

Venecia: LA CIUDAD DE LOS ÁNGELES CAÍDOS, de John Berendt

 
"Cuidado, caen ángeles"
Advertencia en la iglesia de Santa María de los Remedios a principios
de los años setenta, cuando se encontraba en proceso de restauración.

(Fragmento del capítulo 12)

- Para ser veneciano -expresó Marcello-, hay que saber vivir en Venecia; y eso es todo un arte. Es debido a nuestra forma de vivir, tan diferente del resto del mundo. Venecia fue edificada no sólo con piedra sino con una muy fina red de palabras, dichas y recordadas, de historias y leyendas, de testigos presenciales y de oídas. Trabajar y operar en Venecia significa sobre todo entender sus diferencias y lo frágil de su equilibrio. En Venecia nos movemos delicadamente y en silencio. Con gran sutileza. Somos gente muy bizantina y eso, ciertamente, no es algo fácil de entender.
 
Marcello dirigió una mirada a su audiencia. Excepto por dos o tres que eran capaces de comprender el italiano, todos estaban leyendo y el ánimo era solemne. Los miembros del consejo de Salvar a Venecia, que se concebían a sí mismos como benefactores de Venecia, conocedores y sofisticados al estilo de su ciudad adoptiva, estaban siendo desnudados, como si no fueran mejores que una turba de turistas revoltosos.
 
- Debo decirles a ustedes de qué manera se percibe en Venecia la reciente confusión que rodea Salvar a Venecia. Se mira como evidencia que unos cuantos miembros del consejo no consideran Salvar a Venecia una asociación de amigos que hace una buena labor por Venecia, sino que más bien lo hacen para ganar prestigio personal y poder. Nosotros los venecianos vemos a nuestra ciudad con el mismo sentido cívico ancestral con que fue construida, gobernada y amada durante siglos, y es muy doloroso constatar que esté siendo utilizada de tal manera. Por mucho que estemos verdaderamente agradecidos con la excepcional generosidad de Salvar a Venecia en el pasado, nosotros los venecianos estamos renuentes a aceptar ayuda de quien nos tiene tan poco respeto.


John Berendt (Estados Unidos, 1939)

miércoles, 14 de octubre de 2015

Venecia: LAS ALAS DE LA PALOMA, de Henry James


(Fragmento que alude al 14 de octubre)

- Entonces es también lo que yo quiero. Pero, en verdad, a pesar de que el tiempo se ha portado decentemente hasta ahora, tendría que viajar en seguida. -A continuación de lo cual, luego que ella le hubo explicado rápidamente que la partida (primero hacia el Tirol y más tarde hacia Venecia) estaba irrevocablemente fijada para el catorce de ese mes, él agregó con entusiasmo-: ¿A Venecia? Eso es ideal porque entonces podremos encontrarnos. Espero tomarme tres semanas de vacaciones en octubre y supongo que iré allí. Son tres semanas durante las cuales, si consigo verme libre, mi sobrina, una jovencita que me maneja a su antojo, me llevará a donde se le ocurra. Ayer casualmente le escuché decir que tal vez se le ocurriría Venecia.

- Sería maravilloso. Estaré allí esperándolo. Y si hay algo que por anticipado, o de cualquier otro modo, yo pueda hacer por usted...

- Oh, gracias. Mi sobrina, tengo la impresión, se ocupará de todo. Pero es importante que nos veamos allá.

Henry James (Estadounidense nacionalizado inglés, 1843-1916).

lunes, 12 de octubre de 2015

Venecia: TERRA NOSTRA, de Carlos Fuentes

"Venecia nos apresó en su propio sueño espectral."

(Fragmento que describe a Venecia)
 
Vio alejarse las doradas cúpulas y los rojos techados y los muros ocres de Venecia, desde la barca que los conducía a tierra firma. Los desafíos estaban lanzados. Uno era el destino infinito que los tres jóvenes habían escogido, violando la caución de la gitana de Spalato, olvidando el ejemplo aleccionador de Sísifo y su hijo Ulises, después de leer los manuscritos contenidos en las tres botellas; otro, el que él les había trazado, bien finito, pues tenía hora: la de la tarde, día: un catorce de julio, año: dentro de cinco, lugar: El Cabo de los desastres, propósito: ver cara a cara a Felipe, saldar las cuentas de la juventud, cumplir los destinos en la historia y no en el sueño.
(...)
por disímiles rutas, con diferentes propósitos, ante la presencia de Felipe: se cobrarían entonces sus empeños tanto la historia teñida por el sueño, como el sueño penetrado por la historia.

No miraría más. Se alejaban. Lejos, San Marcos, San Giorgio, La Carbonaria, La Guidecea; lejos, Torcello, Murano, Burano, San Lazzaro degli Armeni. Se quedaría con la imagen de la más bella de todas las ciudades que sus ojos peregrinos miraron. No huyeron a tiempo. Nadie huye a tiempo de Venecia. Venecia nos apresó en su propio sueño espectral. No vería más. No leería más. El soñador tiene otra vida: la vigilia. El ciego tiene otros ojos: la memoria.
 
 
Carlos Fuentes (México, 1928-2012)

viernes, 9 de octubre de 2015

Venecia: ABADDÓN, EL EXTERMINADOR, de Ernesto Sabato

"Le campane de San Giusto, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando era chico."

(Fragmento de La muerte de Marco Bassán)

Anochecía. De cuando en cuando aparecían los hermanos mayores. Juancho fue obligado, finalmente, a proseguir el sueño que había interrumpido. Y así Bruno pasó, por primera vez en su vida, la noche entera al lado de un moribundo. E intuyó que recién comenzaba a ser un hombre, porque únicamente la muerte prepara de verdad para la vida; pues la muerte de un solo ser unido a uno con vínculos entrañables permitía comprender la vida y la muerte de otros seres, por lejanos que fuesen, y hasta de los más humildes animales. Le daba agua, hasta pudo aplicarle la inyección de morfina.
 
Habló en veneciano, quizá sobre hechos de su infancia, porque mencionaba nombres que nunca le había oído. También palabras sobre un timón o algo así. De pronto su expresión era de angustia. En otros momentos luchaba contra enemigos, revolviéndose en su lecho. Luego lo oyó canturrear, y su expresión fue entonces de felicidad: acercándose a sus labios reconoció deformes restos de Le campane de San Giusto, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando él era un chico.
 
A los dos días comenzó la agonía.
 
A Bruno le chocaron la indiferencia cortés, los gestos mecánicos con que el sacerdote le dio el aceite y rezó las oraciones. Con todo, sintió la solemnidad de la extremaunción: era su padre que se despedía para siempre de la vida, de aquella vida que había vivido con tanto coraje y tenacidad. Dos velas fueron prendidas ante una estampa de San Marco. Juancho le colocó en el cuello una medalla del santo veneciano. Y el viejo, desde ese momento, misteriosamente se tranquilizó hasta morir.
 
 
Ernesto Sabato (Argentina, 1911-2011) 

lunes, 5 de octubre de 2015

Venecia: PASIONES PASADAS, de Javier Marías

"... Lucifer. A su derecha, unos ángeles con lanzas arrojan a las llamas del infierno a los soberbios..."
 
(Fragmento de Venecia, un interior)

Pero es en Torcello donde en buena medida se originó Venecia, la primera isla que tuvo visos de ser habitada permanentemente por los refugiados de Aquileia, Altino, Concordia y Padua que huían a la laguna temporalmente y erigían palafitos en el estuario ante las invasiones bárbaras del siglo V. Torcello fue la isla más importante de los primeros tiempos, y hoy sólo quedan en pie dos iglesias, precisamente de aquellos primeros tiempos. Es un lugar, por tanto, que ha vuelto a su ser. La catedral de Santa Maria Assunta y la pequeña iglesia de Santa Fosca son dos restos inverosímiles del estilo véneto-bizantino de los siglos XI y XII (aunque en la primera se conserven elementos del siglo VII) y de una población que, a diferencia de Venecia misma (que creció y se detuvo), creció y decayó hasta el punto de que su suelo se tragara los palacios y las demás iglesias, los monasterios y los edificios civiles y su floreciente industria lanar. Venecia no es verdadera ruina, Torcello sí, víctima de sus aguas progresivamente palúdicas y de la malaria. En uno de los mosaicos del interior de la catedral (el que muestra el Juicio Universal) hay una extraordinaria figura de Lucifer. A su derecha, unos ángeles con lanzas arrojan a las llamas del infierno a los soberbios -testas coronadas, mitradas, cuellos de armiño, orejas ornamentadas-. Esas testas son de inmediato aprehendidas por diminutos ángeles verdes, los ángeles caídos. Lucifer, sentado en un trono cuyos brazos son dos cabezas de dragón que devoran cuerpos humanos, tiene la cara y el gesto de Dios Padre: la barba y el pelo abundantes y blancos, el aspecto venerable, la mano derecha en ademán de saludo o de serena orden; sobre sus rodillas, un niño de bonito rostro vestido de blanco: parece un Niño Redentor, un Dios Hijo. Pero la cara y el cuerpo de Lucifer son de color verde oscuro: es un Dios Padre invertido, o mejor dicho, en negativo, y quien se sienta sobre su regazo es el Anticristo, que también saluda con su mano derecha -el mismo gesto-, como un pequeño príncipe que invitara con suavidad a acercarse a los muertos.
 
 
Javier Marías (España, 1951)
 
Es posible la lectura del texto íntegro en el sitio de Javier Marías: Venecia, un interior

sábado, 3 de octubre de 2015

Venecia: EL TREN DE VENECIA, de Georges Simenon

"Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer..."
 
(Fragmento del primer capítulo)

Todo aquello resultaba confuso, al igual que la luz de la mañana y que aquel vapor centelleante y cálido, que casi podía tocarse y que flotaba entre al agua y el cielo.
 
Todavía notaba en las extremidades y en la cabeza la vibración del barco que los había llevado desde el Lido, su movimiento regular sobre las largas y planas olas y las bruscas sacudidas cada vez que se cruzaban con otro barco.
 
Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer ya caluroso. Allí estaban las torres, las cúpulas, los palacios, San Marcos y el Gran Canal, las góndolas y, como era domingo, tañían las campanas en todas las iglesias, en todos los campaniles.
 
- ¿Puedo comprar  un  helado, papá?
- ¿A  las  ocho  de  la  mañana?
- ¿Y yo? -preguntó el niño, que sólo tenía seis años.
 
Aunque se llamaba Louis, desde muy pequeño le llamaban Bib, pues así era como él reclamaba el biberón.
 
También Bib iba en traje de baño, con una camisa a cuadros por encima. Ambos niños llevaban sombreros de paja de gondolero, de sopa y borde planos, con un lazo rojo el de Josée y azul el de su hermano.
 
En el fondo, puede que a Calmar no le gustase estar lejos de su país. Y hacía ya quince días que se sentía desterrado, sin raíces, sin nada sólido donde apoyarse. No fue él, sino su mujer, quien quiso pasar las vacaciones en Venecia. Y, por supuesto, los niños le hicieron coro enseguida.
 
También odiaba las partidas y las despedidas.Seguía allí, plantado delante de la ventanilla bajada de uncompartimiento que ni siquiera estaba limpio, pues era el único vagón que venía de más lejos, de Trieste y aun de más allá, un vagón que tenía un color distinto de los otros,un aspecto extraño y un olor diferente.
 
Sentado tan cerca de él que casi se tocaban, un hombre lo miraba de arriba abajo. ¿Estaba ya en el vagón cuando lo engancharon al tren de Venecia?
 
En realidad, Calmar no se formulaba preguntas concretas. Se limitaba a tomar nota mentalmente de todo sin querer, con cierta impaciencia, mientras contemplaba el andén bañado en la luz dorada, con el quiosco de periódicos en el extremo izquierdo de la imagen encuadrada por la ventanilla y, a ambos lados de éste, otras personas que esperaban, como su mujer y sus hijos, con la mirada fija en algún pariente o amigo.
 
No había ocurrido nada extraordinario. El tren debía partir a las siete y cincuenta y cuatro, pero dos minutos antes un hombre de uniforme recorrió el convoy de arriba a abajo para cerrar las puertas, mientras un mecánico pasaba de vagón en vagón golpeando aquí y allá con un martillo. Cada vez que tomaba el tren, Calmar asistía al mismo ritual, y siempre se preguntaba qué golpeaba aquel hombre de esa forma, pero después siempre se le olvidaba informarse.
 
El jefe de estación salió de su oficina con un silbato en la boca y, en la mano, un banderín rojo enrollado como un paraguas. De alguna parte salía vapor. En realidad no se trataba de vapor, puesto que el tren era eléctrico, pero, aunque lo fuera, igualmente limpiaban los frenos de todos los trenes con la misma agua a presión y las mismas sacudidas que antaño.
 
Por fin se oyó el silbato. Josée, que lamía un helado, un gelato, como ahora lo llamaba, levantó una mano en señal de despedida.
 
- Sobre todo, cuídate mucho y ve a comer a Chez Étienne -le recomendó Dominique.
 
Se refería a un restaurante que ambos conocían en el Boulevard des Batignolles, a dos pasos de su casa, y donde, según Dominique, la cocina estaba limpia y la comida era saludable.
 
Con el banderín rojo desplegado, el jefe de estación levantó el brazo, igual que Josée y Bib, que había empezado a imitar a su hermana.
 
El tren tenía que partir. El reloj marcaba las 7:55.
 
Sin embargo, el jefe de estación, ante el que se enfilaba el convoy, interrumpió su gesto y bajó el brazo, al tiempo que emitía una serie de silbidos breves e imperiosos.
 
El tren no arrancaba. La gente del andén miraba hacia la locomotora. Calmar se asomó, pero no vio más que otras cabezas asomadas como la suya.
 
- ¿Qué sucede?
 
- No lo sé –contestó Dominique-, no veo nada raro.
 
Era delgada, aunque no tanto como su hija, e incluso con pantalón corto tenía aún buen tipo. Ocultaba sus ojos azules tras unas gafas y, a diferencia de los niños, no había llegado a broncearse, sino que tenía la piel enrojecida por el sol.
 
El jefe de estación, en quien convergían todas las miradas, ya no parecía tener prisa. Con el banderín bajo el brazo, seguía mirando en dirección a la locomotora, sin impacientarse, esperando quién sabe qué. Parecía que la estación fuera una película súbitamente congelada en una imagen fija, en una simple fotografía en color.
 
Algunas manos no sabían qué hacer con el pañuelo que habían desplegado segundos antes. Las sonrisas de despedida se quedaban en suspenso y se tornaban muecas.

Georges Simenon (Bélgica, 1903-1989)
 
(Traducido al español por Mercedes Abad)

viernes, 2 de octubre de 2015

Venecia: 2066, de Roberto Bolaño

"... a la invernal Venecia, en donde tomaron habitación en el Danieli..."
 
(Fragmento de Archimboldi)

Puesto que la baronesa se encontraba por aquellos días en Italia, donde tenía un amante, Bubis le telefoneó y le pidió que fuera a visitar a Archimboldi.

De buena gana hubiera ido él personalmente, pero los años no pasaban en balde y Bubis ya no era capaz de viajar como lo había hecho durante tanto tiempo. Así pues, fue la baronesa la que apareció una mañana por Venecia acompañada por un ingeniero romano algo menor que ella, un tipo guapo y delgado y de piel bronceada al que en ocasiones la gente llamaba arquitecto y en ocasiones doctor, aunque sólo era ingeniero, ingeniero de caminos y lector apasionado de Moravia, cuya casa había visitado en compañía de la baronesa, para que ésta tuviera la oportunidad de conocer al novelista durante una velada que Moravia daba en su amplio departamento desde donde se contemplaba, al caer la noche llena de reflectores, las ruinas de un circo, o tal vez fuera un templo, túmulos funerarios y piedras iluminadas que la misma luz contribuía a confundir y a velar y que los invitados de Moravia contemplaban riéndose o al borde de las lágrimas desde la amplia terraza del novelista. Un novelista que no impresionó a la baronesa o que al menos no la impresionó tanto como esperaba su amante, para quien Moravia escribía con letras de oro, pero en quien la baronesa no dejaría de pensar durante los días siguientes, sobre todo después de haber recibido la carta de su marido y de viajar, acompañada por el ingeniero moraviano, a la invernal Venecia, en donde tomaron habitación en el Danieli, de donde poco después, tras ducharse y cambiarse de ropa, pero sin desayunar, la baronesa saldría sola, con su hermosa cabellera despeinada y una premura inexplicable.
 
La dirección de Archimboldi estaba en la calle Turlona, en el Cannaregio, y la baronesa supuso, con buen sentido, que esa calle no podía quedar demasiado lejos de la estación de ferrocarriles o, si no fuera así, demasiado lejos de la iglesia de la Madonna del Orto, en la que había trabajado toda su vida el Tintoretto. Así que tomó un vaporetto en San Zaccaria y se dejó llevar, ensimismada, por el Gran Canal y luego se bajó enfrente de la estación y empezó a caminar y a preguntar...
 
 
Roberto Bolaño (Chile, 1953-2003)

jueves, 1 de octubre de 2015

Venecia: EL TALENTO DE MR. RIPLEY (A pleno sol), de Patricia Highsmith

"... para contemplar con ojos de ensueño el crepúsculo que iba descubriendo el Gran Canal."
 

(Fragmento)
 
Deseaba irse directamente a Venecia, pero pensó que era mejor quedarse una noche y hacer lo que pensaba decirle a la policía que había estado haciendo durante meses: dormir en el coche, en un camino vecinal. Pasó una incómoda noche en el asiento posterior del Lancia, en algún paraje cercano a Brescia. Al amanecer se acomodó en el asiento del conductor, entumecido hasta el punto de apenas poder volver la cabeza para conducir. Pero de aquel modo podría dar un aire de autenticidad a su coartada. Compró una guía del norte de Italia y la llenó de fechas y señales, doblando el ángulo de algunas páginas y pisoteándola con el fin de romper el lomo del librito y lograr que quedase abierto por las páginas correspondientes a Pisa.
 
La noche siguiente la pasó en Venecia. En un arrebato infantil, había evitado ir a Venecia solamente por el temor de llevarse una desilusión al verla, pensando que sólo los sentimentales y los turistas americanos eran capaces de entusiasmarse con Venecia, y que, en el mejor de los casos, la ciudad era poco más que un lugar para parejas en luna de miel, a las que atraía la incomodidad de no poder ir a ninguna parte como no fuera en góndola, moviéndose muy lentamente por los canales.
 
Se encontró con una ciudad mucho mayor de lo que suponía, llena de italianos parecidos a los que había en las demás ciudades. Comprobó que podía recorrerse la ciudad de cabo a rabo por una serie de callejuelas y puentes, sin poner el pie en una góndola, y que en los canales principales había un servicio de transporte a cargo de motoras que era igual de rápido y eficiente que el metro, advirtió también que los canales no olían mal. Había multitud de hoteles en los que podía elegir, desde el Gritti y el Danieli, que conocía de oídas, hasta sórdidos hoteles y pensiones en las calle más poco concurridas, tan distintas del mundo de los policías y los turistas americanos, que a Tom no le costaba imaginarse a sí mismo viviendo en uno de ellos durante meses y más meses sin que nadie se fijase en él. Se decidió por un hotel llamado Costanza, cerca del puente Rialto; el hotel era de una categoría intermedia entre los famosos establecimientos de lujo y las pequeñas pensiones de mala muerte. Era limpio, barato y cercano a los lugares de interés. Era justo el hotel que le hacía falta a Tom Ripley.

Pasó un par de horas deshaciendo lentamente su equipaje y asomándose a la ventana para contemplar con ojos de ensueño el crepúsculo que iba descubriendo el Gran Canal.


Patricia Highsmith (EUA, 1921-1995)