Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

domingo, 30 de abril de 2017

Carnaval: EL HONOR PERDIDO DE KATHARINA BLUM, de Heinrich Böll


(Fragmento)

Cuando finalmente, alrededor de las diez y quince, condujeron a Katharina Blum desde su piso a la comisaría, con objeto de proceder al interrogatorio, en el último momento renunciaron a ponerle las esposas. Beizmenne quiso insistir para que se las colocaran, pero, después de un breve diálogo con la funcionaria Pletzer y su asistente Moeding, se dejó convencer. Debido al carnaval, que comenzaba aquel día, numerosos vecinos de la casa no habían acudido al trabajo y aún no habían salido para presenciar las cabalgatas y fiestas que, a semejanza de las saturnales, se celebran todos los años. De modo que, aproximadamente, tres docenas de habitantes del edificio de apartamentos de diez pisos, se congregaban en el vestíbulo, vistiendo abrigos, batas y albornoces.

El fotógrafo de prensa Schönner se encontraba a pocos pasos del ascensor cuando salía de éste Katherina Blum, entre Beizmenne y Moeding, y escoltada por funcionarios armados. La fotografiaron varias veces por todos los lados, y al final la retrataron despeinada y con una expresión poco amable. Ella intentó repetidas veces esconder la cara, que reflejaba vergüenza y confusión, y así se hizo un lío con el bolso, el neceser y una bolsa de plástico en la que llevaba los libros y los utensilios para escribir.
 

Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Obtuvo el premio Nobel en 1972.

sábado, 29 de abril de 2017

Carnaval: EL SEÑOR BERGERON EN PARÍS, de Anatole France

"... vivía, con traje de carnaval, en la generosa intimidad de Alcestes y de Safo."

(Fragmento del capítulo IV)

- Zoé, una de dos: o bien cuando éramos niños había más locos que ahora, o nuestro padre los acaparaba todos. Creo que le gustaban los locos, ya sea porque le inspirasen lástima, o porque le resultaran menos fastidiosos que las personas razonables; el caso es que tenía un gran cortejo de locos.
 
La señorita Bergeret meneó la cabeza.
 
- Nuestros padres trataban a gentes muy sensatas y a hombres de mérito. Lo que te ha sucedido, Luciano, es que las extravagancias inocentes de algunos viejos fijaron tu atención y conservas de ellas un vivo recuerdo.
 
- Zoé, no lo neguemos: crecimos entre personas que no pensaban de manera común y corriente. La señorita Lalouette, el señor Mathaléne y el señor Grille no tenían sentido común; esto es indudable. ¿Te acuerdas del señor Grille? Alto, grueso, rubicundo, con una barba blanca muy corta; en verano como en invierno llevaba unos trajes de tela de colchón, desde que sus dos hijos habían perecido en Suiza al subir a un ventisquero. Era, según nuestro padre, un helenista delicioso; sentía con delicadeza la poesía de los líricos griegos; cogía con mano firme y ligera el fatigoso texto de Teócrito; su locura consistía en negar la muerte de sus dos hijos. Y mientras los esperaba con obstinación inverosímil, vivía, con traje de carnaval, en la generosa intimidad de Alcestes y de Safo.
 
- Nos daba caramelos -dijo la señorita Bergeret.
 
- Hablaba con prudencia, con elegancia, con sabiduría -repuso el señor Bergeret-, y nos asustaba mucho porque un loco infunde más miedo cuando más acertadamente razona.


 Anatole France: François-Anatole Thibault (Francia, 1844-1924).
Obtuvo el premio Nobel de literatura en 1921.

La ilustración corresponde a la estatua de Eurípides, autor de Alcestes, que se encuentra en el museo del Vaticano.

viernes, 28 de abril de 2017

Carnaval: ELIAS PORTOLU, de Grazia Deledda

"... aquel pequeño carnaval de Nuoro, aquella multitud multicolor, aquel melancólico baile de un acordeón vagabundo..."
 
(Fragmento del capítulo VI)

El último día de carnaval, él, Pietro, Maddalena y otras dos mujeres jóvenes se disfrazaron. El matrimonio estaba en paz; es más, Pietro estaba muy contento. Tía Annedda se opuso débilmente al proyecto, pero no le hicieron caso. Con su simple buen sentido, la viejecita desaprobaba las mascaradas, los bailes, los disfraces carnavalescos, y le pidió a Maddalena que le prometiera no bailar, por lo menos con otras máscaras desconocidas, y muy especial los bailes «civilizados», aquellos que permiten a las parejas estrecharse y tocarse.
 
Maddalena y sus amigas iban vestidas de «gatas», es decir, llevaban dos sayas oscuras una atada a la cintura y otra al cuello, y la cabeza encapuchada con una bufanda. Los hombres iban disfrazados de «turcos», con largas faldas blancas atadas a las rodillas, y corpiños femeninos, de brocados de vivos colores, puestos al revés, atados a la espalda y con la parte de atrás sobre el pecho.
 
Salieron en un momento en que la calleja estaba desierta, y bajaron a las calles donde Nuoro adquiere el aspecto de pequeña ciudad. Las mujeres avanzaban un poco tímidamente, temerosas de ser reconocidas, ahogando bajo la máscara de cera sus carcajadas de alegría pueril.
 
Y los hombres caminaban toscamente delante, como si abrieran camino a sus compañeras. De vez en vez, Pietro emitía un grito salvaje, gutural, estirando el cuello como un gallito. Entonces Elías recordaba los gritos de alegría de los caballeros que iban a San Francisco en una pura mañana de mayo. El corazón le latía. Desde el primer momento, él, que sabía un poco de bailes «civilizados», por haberlos aprendido en «aquel sitio», se había dicho: «Bailaré con Maddalena».
 
No le importaba la prohibición de tía Annedda, ni la promesa de Maddalena: le inflamaba el deseo de bailar con ella y hubiera pasado sobre cualquier obstáculo para conseguir su propósito.
 
Una fuerza salvaje y rebelde se agitaba dentro de él. Así como un tiempo atrás conseguía dominarse y querer el bien ajeno, ahora sentía toda la audacia del mal y quería satisfacer sus peores instintos. Sentía que la cara le ardía bajo la máscara, y el traje, estrecho y engorroso, daba calor a todos sus miembros. Además, la jornada era tibia, velada, y en la suavidad del aire se percibía ya la promesa de la primavera.
 
Las calles estaban llenas de gente. Máscaras barrocas y triviales andaban arriba y abajo, entre una nube rumorosa de granujillas sucios que gritaban improperios y palabras indecentes. Pasaban máscaras solas, vestidas de vivos colores, seguidas por la mirada indagadora y burlona de los obreros y de los burgueses: pasaban señoras, niñas, criadas con los corpiños de color rojo sangre; en algunos puntos del Corso se reían grupos de campesinos borrachos, y en aquel aire tibio y velado, que hacía los sonidos más distintos, como en un crepúsculo de otoño, subían y vibraban músicas melancólicas de guitarra y acordeón.
 
Todo ello bastaba para aturdir el alma de Elías, acostumbrado a las grandes soledades de la tanca. En vano creía haber conocido el mundo y estar dispuesto para cualquier cosa, porque había atravesado el mar y visto la triste muchedumbre de «aquel sitio». ¡Ah!, ahora bastaba aquel pequeño carnaval de Nuoro, aquella multitud multicolor, aquel melancólico baile de un acordeón vagabundo para que su alma se perdiera en aquel mundo no suyo y las cosas tuvieran un aspecto diferente. Le parecía que toda aquella gente que andaba, hablaba y reía era feliz; es más, que estaba borracha de felicidad, y también él se abandonaba a la locura de sus deseos, a una irresistible necesidad de alegría y de placer.


Grazia Deledda (Italia, 1871-1936). Obtuvo el premio Nobel en 1926.

jueves, 27 de abril de 2017

Carnaval: MAZURCA PARA DOS MUERTOS, de Camilo José Cela

"... esto no es la justicia y sí la careta del carnaval de los mudos..."

(Fragmento)

- A lo mejor es la única que hay en toda Galicia, acaba de traérmela el mayor de los Venceás de Portugal, guárdala bien.
 
Fue un error encargar el ajuste de cuentas al cuerpo jurídico, lo hubiera hecho mejor la infantería, más rápido y clemente, alguna pifia no importa, en la Eneida se lee que los dioses también marran el abrazo, tampoco algún desmán hubiera importado, lo grave no es la confusa violencia del valeroso putero y bebedor que se sabe jugar la vida con elegancia y con desprecio sino la del cobarde administrativo, cobarde escalafonario, que sólo sabe ganarla con cautelosa avaricia, es un tipo repugnante y baboso, lo malo es la fría y mantenida violencia de la mediocridad empapelando el lozano chorro de la vida, esto no es la justicia y sí la careta del carnaval de los mudos, es peor la polilla de la covachuela que la bestia del monte, es más ruin y vengativa, entonces el hombre se desorienta, se desquicia y cae, no se aburre y huye y se mata, no, sino que se asusta y se encoge y languidece, se está haciendo lo más amargo y torpe, se está dando pábulo a la necedad y al reglamento, no tienes más que leer el periódico para enterarte, esto no es justo ni gallardo, la justicia es aún un sueño muy poco maduro y la gallardía se quedó en triste flor ajada por el balduque: a las seis de la mañana del día de ayer, en cumplimiento de las setenta y tres sentencias de muerte dictadas por el consejo de guerra celebrado el jueves, etc.
 

Camilo José Cela (España, 1916-2002). Obtuvo el premio Nobel en 1989.

miércoles, 26 de abril de 2017

Carnaval: EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS, de José Saramago

"... y yo iré de muerte, con una malla apretada y los huesos pintados en ella..."

(Fragmento)
 
Fernando Pessoa explicó, Es el comunismo, ya llega, después quiso por parecer irónico, Mala suerte, mi querido Reis, viene usted huyendo de Brasil buscando tranquilidad para el resto de su vida y ahora se alborota la casa del vecino, un día de estos le entrarán por la puerta, Cuántas veces voy a decirle que si volví fue por usted, Pues aún no me ha convencido, No intento convencerle, sólo le pido que se ahorre su opinión sobre este asunto, No se enfade, Viví en Brasil, ahora estoy en Portugal, en algún lugar tengo que vivir, usted, en vida, era lo bastante inteligente como para entender incluso cosas más complicadas, Ése es el drama, mi querido Reis, tener que vivir en algún lugar, comprender que no existe lugar que no sea lugar, que la vida no puede ser no vida, En fin, lo estoy reconociendo, Y a mí de qué me sirve no haber olvidado, Lo peor es que el hombre no pueda estar en el horizonte que ve, aunque, si allá estuviese, desearía estar en el horizonte en que está, El barco en el que no vamos es el barco ideal para nuestro viaje, Ah, todo el muelle, Es una nostalgia de piedra, y ahora que ya cedemos a la flaqueza sentimental de citar, dividido por dos, un verso de Álvaro de Campos que ha de ser tan célebre como merece, consuélese en los brazos de su Lidia, si es que aún dura ese amor, y piense que yo ni eso tuve, Buenas noches, Fernando, Buenas noches, Ricardo, ahí tenemos ya el carnaval, diviértase, no cuente conmigo en unos días. Se habían encontrado en un café de barrio, popular, media docena de mesas, nadie allí sabía quiénes eran. Fernando Pessoa se volvió, se sentó de nuevo, Se me acaba de ocurrir una idea, puede usted disfrazarse de domador, con botas altas y pantalón de montar, chaqueta roja con alamares, Roja, Sí, roja, es lo más propio, y yo iré de muerte, con una malla apretada y los huesos pintados en ella, usted chasqueando el látigo, yo asustando viejas, te voy a llevar, te voy a llevar, y tocando a las chicas, seguro que en un baile de máscaras ganábamos el premio, Nunca fui bailarín, Ni es necesario, la gente no iba a tener oídos más que para el zurriago y ojos sólo para los huesos, Ya no estamos en edad de frivolidades, Hable por usted, no por mí, yo he dejado de tener edad, y diciendo esto se levantó Fernando Pessoa y salió, llovía en la calle, y el camarero del mostrador dijo al cliente que se quedaba, Ese amigo suyo, sin gabardina ni paraguas, se va a empapar, Le gusta, está ya acostumbrado. Cuando Ricardo Reis volvió al hotel sintió en el aire como una fiebre, una agitación, como si todas las abejas de una colmena se hubieran vuelto locas, y, teniendo como tenía en su conciencia aquel conocido peso, pensó de inmediato, Lo han descubierto todo. En el fondo, es un romántico, cree que el día en que se enteren de su aventura con Lidia se va a venir abajo del escándalo el Bragança, y con este miedo vive, a no ser que lo que sienta sea el deseo morboso de que tal cosa ocurra, contradicción inesperada en un hombre que se dice tan despegado del mundo, ansioso al fin de que el mundo lo atropelle, lo que no sospecha es que la historia es conocida ya, murmurada entre risitas, fue cosa de Pimenta, que no es hombre de limitarse a indirectas. Inocentes andan los culpados, y Salvador tampoco está informado aún, qué justicia decretará cuando un día de estos se lo diga un correveidile envidioso, hombre o mujer, Señor Salvador, esto es una vergüenza, Lidia y el doctor Reis, bueno sería que respondiera, repitiendo la antigua sentencia, Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra, hay gente que por honrar el nombre que les pusieron son capaces de los más nobles gestos. Entró Ricardo Reis en recepción, temeroso, estaba Salvador hablando por teléfono, a gritos, pero en seguida se comprendía que era por lo mal que se oía, Parece que lo oigo desde el fin del mundo, sí doctor Sampaio, necesito saber cuándo viene, sí, sí, ahora oigo un poco mejor, es que de repente se nos ha llenado el hotel, sí, por los españoles, por lo de España, viene mucha gente de allá, han llegado hoy, entonces el día veintiséis, después de carnaval, muy bien, quedan reservadas las dos habitaciones, no señor doctor, de ninguna manera, en primer lugar están los clientes amigos, tres años no son tres días, saludos a la señorita Marcenda, mire, señor doctor, está aquí el doctor Reis que también le envía saludos, y era verdad, Ricardo Reis, por señas y palabras que en los labios se podían leer, pero no oír, mandaba saludos, y lo hacía por dos razones, en otra ocasión habría sido la primera la de manifestarse junto a Marcenda, aunque fuera por persona interpuesta, ahora era sólo por mostrarse campechano con Salvador, igual suyo, menguándole así su autoridad, esto parece contradicción insalvable, pero no lo es, la relación entre personas no se resuelve en la mera operación de sumar y restar, en su aritmético sentido, cuántas veces creemos sumar y nos quedamos con un resto en las manos, y cuántas, al revés, creíamos disminuir, y nos salió lo contrario, ni siquiera simple adición, sino multiplicación.
 
 
José Saramago (Portugal, 1922-2010). Obtuvo el premio Nobel en 1998.

lunes, 24 de abril de 2017

Carnaval: EL CREPÚSCULO DEL DIABLO, de Rómulo Gallegos

"... atraviesan diablos irrisorios, puramente decorativos, que andan en comparsas..."
 
(Fragmento)
 
II

Ahora está en la plaza viendo pasar la mascarada. Entre la muchedumbre de disfraces atraviesan diablos irrisorios, puramente decorativos, que andan en comparsas y llevan en las manos inofensivos tridentes de cartón plateado. En ninguna parte el diablo solitario, con el tradicional mandador que era terror y fascinación de la chusma. Indudablemente, el Carnaval había degenerado.
 
Estando en estas reflexiones, Pedro Nolasco vio que un tropel de muchachos invadía la plaza. A la cabeza venía un absurdo payaso, portando en la mano una sombrilla diminuta y en la otra un abanico con el cual se daba aire en la cara pintarrajeada, con un ambiguo y repugnante ademán afeminado. Era esto toda la gracia del payaso, y en pos de la sombrilla corría la muchedumbre fascinada como tras un señuelo.
 
Pedro Nolasco sintió rabia y vergüenza. ¿Cómo era posible que un hombre se disfrazase de aquella manera? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que lo siguiera una multitud? Se necesita haber perdido todas las virtudes varoniles para formar en aquel séquito vergonzoso y estúpido. ¡Miren que andar detrás de un payaso que se abanica como una mujerzuela! ¡Es el colmo de la degeneración carnavalesca!

 Pero Pedro Nolasco amaba su pueblo y quiso redimirlo de tamaña vergüenza. Por su pupila quieta y dura pasó el relámpago de una resolución.

Al día siguiente, martes de Carnaval, volvió a aparecer en las calles de Caracas el diablo de Candelaria.

Al principio pareció que su antiguo prestigio renacía íntegro, pues a poco ya tenía en su seguimiento una turba que alborotaba las calles con sus siniestros ¡aús! Pero de pronto apareció el payaso de la sombrillita, y la mesnada de Pedro Nolasco fue tras el irrisorio señuelo, que era una promesa de sabrosa diversión sin los riesgos a que exponía el mandador del diablo.

Quedó solo éste, y bajo su máscara de trapo coronada por dos auténticos cuernos de chivo, resbalaron lágrimas de doloroso despecho.
 
Pero inmediatamente reaccionó y, movido por un instinto al cual la experiencia había hecho sabio, arremetió contra la turba desertora, confiando en que el imperativo legendario de su látigo la volvería a su dominio, sumisa y fascinada.
 
Arremolinose la chusma y hubo un momento de vacilación: el Diablo estaba a punto de imponerse, recobrando, por la virtud del mandador, los fueros que le arrebatase aquel ídolo grotesco. Era la voz de los siglos que resonaba en sus corazones.
 
Pero el payaso conocía las señales del tiempo y, tremolando su sombrilla como una bandera prestigiosa, azuzó a su mesnada contra el diablo.
 
Volvió a resonar como en los buenos tiempos el ulular ensordecedor que fingía una traílla de canes visionarios, pero esta vez no expresaba miedo, sino odio.
 
Pedro Nolasco se dio cuenta de la situación: ¡estaba irremisiblemente destronado! Y, sea porque un sentimiento de desprecio lo hiciese abdicar totalmente el cetro que había pretendido restablecer sobre aquella patulea degenerada, o porque su diabólico corazón se encogiese presa de auténtico miedo, lo cierto fue que volvió las espaldas al payaso y comenzó a alejarse para siempre a su retiro.
 
Pero el éxito enardeció al payaso. Arengando a la pandilla, gritó: «¡Muchachos! Piedras con el diablo.»
 
Y esto fue suficiente para que todas las manos se armasen de guijarros y se levantasen vindicatorias contra el antiguo ídolo en desgracia.
 
Huyó Pedro Nolasco bajo la lluvia del pedrisco que caía sobre él, y en su carrera insensata atravesó el arrabal y se echó por los campos de los aledaños. En su persecución la mesnada redoblaba su ardor bélico, bajo la sombrilla tutelar del payaso. Y era en las manos de éste el abanico fementido el sable victorioso de aquella jornada.
 
Caía la tarde. Un crepúsculo de púrpuras se desgranaba sobre los campos como un presagio. El diablo corría, corría, a través del paraje solitario por un sendero bordeado de montones de basura, sobre los cuales escarbaban agoreros zamuros, que al verlo venir alzaban el vuelo, torpe y ruidoso, lanzando fatídicos gruñidos, para ir a refugiarse en las ramas escuetas de un árbol que se levantaba espectral sobre el paisaje sequizo.
 
La pedrea continuaba cada vez más nutrida, cada vez más furiosa. Pedro Nolasco sentía que las fuerzas le abandonaban. Las piernas se le doblaban rendidas; dos veces cayó en su carrera; el corazón le producía ahogos angustiosos.
 
Y se le llenó de dolor, como a todos los redentores cuando se ven perseguidos por las criaturas amadas. ¡Porque él se sentía redentor, incomprendido y traicionado por todos! El había querido liberar a «su pueblo» de la vergonzosa sugestión de aquel payaso grotesco, levantarlo hasta sí, insuflarle con su látigo el ánimo viril que antaño los arrastrara en pos de él, empujados por esa voluptuosidad que produce el jugar con el peligro.
 
Por fin una piedra, lanzada por un brazo más certero y poderoso, fue a darle en la cabeza. La vista se le nubló, sintió que en torno suyo las cosas se lanzaban en una ronda vertiginosa y que bajo sus pies la tierra se le escapaba. Dio un grito y cayó de bruces sobre el basurero. Detúvose la chusma, asustada de lo que había hecho, y comenzó a desbandarse.
 
Sucedió un silencio trágico. El payaso permaneció un rato clavado en el sitio, agitando maquinalmente el abanico. Bajo la risa pintada de albayalde en su rostro, el asombro adquiría una intensidad macabra. Desde el árbol fatídico, los zamuros alargaban los cuellos hacia la víctima que estaba tendida en el basurero.
 
Luego el payaso emprendió la fuga.
 
Al pasar sobre el lomo de un collado, su sombrilla se destacó funambulesca contra el resplandor del ocaso.

 
Rómulo Gallegos (Venezuela, 1984-1969)

domingo, 23 de abril de 2017

Carnaval: LA MUJER Y EL PELELE, de Pierre Louÿs


(Fragmento del primer capítulo)
 
De cómo una palabra escrita en una cáscara
de huevo dio lugar a dos esquelas sucesivas

A diferencia del nuestro, el carnaval español no se acaba a las ocho de la mañana del miércoles de Ceniza. En la maravillosa alegría de Sevilla, el memento quia pulvis es expande solamente durante cuatro días su olor a sepultura; y, llegado el primer domingo de Cuaresma, el carnaval vuelve a resurgir.
 
Es el Domingo de Piñatas, la Fiesta Mayor. Toda la gente se ha cambiado de vestimenta y se ven desfilar por las calles colgajos rojos, verdes, amarillos o rosas sacados de retales que antes han servido de mosquiteros, de cortinas o de faldas de mujer y que flotan al sol sobre los cuerpecillos morenos de una chillona y multicolor chiquillería. Los niños se agrupan por todas partes en tumultuosos grupos enarbolando un trapo en la punta de una vara y con gran vocerío invaden las callejuelas con las caras tapadas con un antifaz de aquellas telas por cuyos dos agujeros se escapa la alegría. “¡Eh, que no me conoce!”, gritan continuamente, mientras la marea de personas mayores se aparta ante esta terrible invasión enmascarada.
 
Ventanas y miradores se ven abarrotados por una multitud de cabezas morenas. Todas las jóvenes de la región han venido ese día a Sevilla, mostrando bajo la luz del sol sus cabezas cargadas de rizados cabellos. Los confetis caen como copos de nieve. La sombra de los abanicos tiñe de azul pálido las pequeñas y empolvadas mejillas. Gritos, llamadas y risas zumban y resuenan por las estrechas calles. Ese día de carnaval, los pocos millares de habitantes arman más ruido que los de todo París juntos.
 
 
 Pierre Louÿs (Francés nacido en Bélgica, 1870-1925)
 
(Traducido al español por Juan Victorio)

sábado, 22 de abril de 2017

Carnaval: RAYUELA, de Julio Cortázar

"... el carnaval florido de Niza..."

 (Fragmento)

Surgió entonces en mi vida el príncipe encantador, un aristócrata del alto mundo cosmopolita, de los resorts europeos. Me casé con él con toda la ilusión de la juventud, a pesar de la oposición de mi familia, por ser yo tan joven y él extranjero.
 
Viaje de bodas. París, Niza, Capri. Luego, el fracaso de la ilusión. No sabía adónde ir ni osaba contar a mis gentes la tragedia de mi matrimonio. Un marido que jamás podría hacerme madre. Ya tengo dieciséis años y viajo como una peregrina sin rumbo, tratando de disipar mi pena. Egipto, Java, Japón, el Celeste Imperio, todo el Lejano Oriente, en un carnaval de champagne y de falsa alegría, con el alma rota.

Corren los años. En 1927 nos radicamos definitivamente en la Côte d’Azur. Yo soy una mujer de alto mundo y la sociedad cosmopolita de los casinos, de los dancings, de las pistas hípicas, me rinde pleitesía. Un bello día de verano tomé una resolución definitiva: la separación. Toda la naturaleza estaba en flor: el mar, el cielo, los campos se abrían en una canción de amor y festejaban la juventud. La fiesta de las mimosas en Cannes, el carnaval florido de Niza, la primavera sonriente de París. Así abandoné hogar, lujo y riquezas, y me fui sola hacia el mundo...

Tenía entonces dieciocho años y vivía sola en París, sin rumbo definido. París de 1928. París de las orgías y el derroche de champán. París de los francos sin valor. París, paraíso del extranjero. Impregnado de yanquis y sudamericanos, pequeños reyes del oro. París de 1928, donde cada día nacía un nuevo cabaret, una nueva sensación que hiciese aflojar la bolsa al extranjero.

Dieciocho años, rubia, ojos azules. Sola en París.

 
Julio Cortázar (Argentino nacido en Bruselas, Bélgica en 1914; y fallecido en París, Francia en 1984).

viernes, 21 de abril de 2017

CARNAVAL, de Marin Sorescu

"Quiero aparecer con un simple disfraz, de árbol verde."

Vamos a intercambiar pensamientos,
Árbol,  ya que ni siquiera conozco tu nombre
Y con tu pensamiento
Dame todas tus hojas
Para que las dejes en mis manos
Y en mis ojos, y en mi frente
 
Al final
Habrá un hermoso carnaval
De despedida
Y todos se pondrán sus máscaras
Para celebrarlo.
Quiero aparecer con un simple disfraz,
De árbol verde.
 
(Hai să facem schimb de gânduri,
Copacule, că nici nu ştiu cum te cheamă.
Şi o dată cu gândurile
Să-mi dai şi toate frunzele tale,
Să mi le pun pe mâini,
Pe ochi şi pe frunte.

La sfârşit
Va fi un carnaval frumos
De despărţire
Şi toţi vor purta măştile lor
De sărbătoare.
Iar eu vreau să apar mascat simplu,
Într-un copac verde
.)

 

 Marin Sorescu (Rumania, 1936-1996)
 
 (Traducido al español por Jules Etienne)

jueves, 20 de abril de 2017

Carnaval: EL HUERTO DE MI AMADA, de Alfredo Bryce Echenique


(Fragmento del capítulo II)

Pero el baile de disfraces de aquel carnaval de 1957, en casa de Maricuchita Ibáñez Santibáñez, fue ya demasiado Waterloo para los mellizos, aunque también ellos, cual Napoleones criollos, probarían suerte nuevamente en el arte de la derrota atroz y definitiva. Y es que los pobres Arturo y Raúl estaban más fascinados por la idea que se hacían de las hermanas Vélez Sarsfield que por las tres feuconas pero simpatiquísimas hermanas de carne y hueso. Por supuesto que fue Carlitos quien tuvo que mover cielo y tierra para conseguirles invitaciones, lo cual obligó también a Susy, Mary y Melanie a mover cielo y tierra para conseguirle una invitación a Charles Sylvester, su gran amigo de infancia en Londres, que acababa de llegar a Lima, se alojaba en casa de unos primos de apellidos Céspedes Salinas, que nosotras tampoco conocemos ni en pelea de perros, no, pero bueno, nos encantaría que los invitaras también con Charles Sylvester, sobre todo por lo del alojamiento y eso, sí, por favor..
.
- ¿Que cómo son? Pues yo diría que medio cholazos y huachafones y como que vivieran en un Daimler o se pasaran la vida limpiándolo, Maricuchita, y además uno de ellos insiste en que le digan Duque y el otro Oso, que le queda perfecto, te lo juro, y hasta miedo te da el tipo, pero mira, a Charles Sylvester lo queremos atender lo mejor posible, y al fin y al cabo la tuya es una fiesta de disfraces, o sea que lo menos que van a traer los mellizos ésos es un buen par de antifaces.
 
- ¿Tres invitaciones, entonces?
 
- Qué le vamos a hacer, Maricuchita, por favor. Tres invitaciones, sí, y si quieres les pido a los Céspedes que vengan con máscaras...
 
Pero el gran baile de disfraces de Maricuchita Ibáñez Santibáñez fue tremenda desilusión para los mellizos Céspedes Salinas, y nada menos que por culpa de las hermanas Vélez Sarsfield, que llegaron igual de pecosas que siempre, igual de pelirrojas, con sus eternas colas de caballo, y sin nada que resplandeciera en todo Lima, ni siquiera ahí en el distrito de Miraflores, sin nada que brillara como el oro o relumbrara como un diamante. La casa del baile sí que estaba a la altura, y fue el propio Molina, tan comunicativo últimamente, el encargado de comentarle a Carlitos que se fijara en sus compañeros de estudios y Amargura, mírelos, joven, como que se han achatado ante tremenda fachada y ante el patio este de ingreso, y a quién se le ocurre, con el calorazo que hace, ponerse una máscara de oso y tremenda piel negra, oiga usted, y el otro disfrazado de Gran Duque de las Cruzadas, según él, que le he preguntado y dice que fue entonces cuando nacieron las grandes órdenes de caballería y los títulos como el suyo, ese amigo suyo va a empapar en sudor a cuanta chica saque a bailar y ojalá que use harto desodorante...


Alfredo Bryce Echenique (Perú, 1939).

miércoles, 19 de abril de 2017

Carnaval: PLAYA TERMINAL, de J. G. Ballard

"En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una carroza la mano derecha momificada."
 
(Fragmento de El gigante ahogado)

Cuando ya me iba, una bandada de gaviotas bajó girando del cielo y se posó en la playa, picoteando con gritos feroces la arena manchada.
 
Varios meses después, cuando la noticia de la llegada del gigante estaba ya casi olvidada, unos pocos trozos del cuerpo desmembrado empezaron a aparecer por toda la ciudad. La mayoría eran huesos que las empresas de fertilizantes no habían conseguido triturar, y a causa del abultado tamaño, y de los enormes tendones y discos de cartílago pegados a las junturas, se los identificaba con mucha facilidad. De algún modo, esos fragmentos dispersos parecían transmitir mejor la grandeza original del gigante que los apéndices amputados al principio. En una de las carnicerías más importantes del pueblo, al otro lado de la carretera, reconocí los dos enormes fémures a cada lado de la entrada. Se elevaban sobre las cabezas de los porteros como megalitos amenazadores de una religión druídica primitiva, y tuve una visión repentina del gigante trepando de rodillas sobre esos huesos desnudos y alejándose a pasos largos por las calles de la ciudad, recogiendo los fragmentos dispersos en el viaje de regreso al océano.
 
Unos pocos días después vi el húmero izquierdo apoyado en la entrada de un astillero (el otro estuvo durante varios años hundido en el lodo, entre los pilotes del muelle principal). En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una carroza la mano derecha momificada.
 
El maxilar inferior, típicamente, acabó en el museo de historia natural. El resto del cráneo ha desaparecido, pero probablemente esté todavía escondido en un depósito de basura, o en algún jardín privado. Hace poco tiempo, mientras navegaba río abajo, vi en un jardín al borde del agua, un arco decorativo: eran dos costillas del gigante, confundidas quizá con la quijada de una ballena. Un cuadrado de piel curtida y tatuada, del tamaño de una manta india, sirve de mantel de fondo a las muñecas y las máscaras de una tienda de novedades cerca del parque de diversiones, y podría asegurar que en otras partes de la ciudad, en los hoteles o clubes de golf, la nariz o las orejas momificadas cuelgan de la pared, sobre la chimenea. En cuanto al pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste. Este aparato monumental, de proporciones sorprendentes, ocupa toda una casilla. La ironía es que se lo identifica equivocadamente como el miembro de un cachalote, y por cierto que la mayoría de la gente, aun aquéllos que lo vieron en la costa después de la tormenta, recuerda ahora al gigante (si lo recuerda) como una enorme bestia marina.
 
El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el invierno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.
 
J. G. Ballard: James Graham Ballard (Inglés nacido en Shanghái, 1930-2009).

martes, 18 de abril de 2017

Carnaval: NANÁ, de Émile Zolá


(Fragmento del primer capítulo)

El decorado del segundo acto constituyó una sorpresa. Se desarrollaba en un baile popular de arrabal, en la Boule-Noire, en pleno martes de Carnaval; la comparsa enmascarada cantaba una ronda, cuyo estribillo acompañaba taconeando. Esta salida truhanesca, que nadie esperaba, agradó tanto que hubo de repetirse. Y entonces apareció la banda de los dioses, para realizar su encuesta, extraviada por Isis, que se jactaba falsamente de conocer la Tierra. Se habían disfrazado con el propósito de mantener el incógnito. Júpiter apareció vestido de rey Dagoberto, con sus calzas al revés y una enorme corona de latón. Febo entró de postillón de Lonjumeau y Minerva de nodriza normanda. Grandes carcajadas acogieron a Marte, que vestía un extravagante uniforme de almirante suizo. Pero las risas fueron escandalosas cuando se vio a Neptuno vestido con una blusa, tocado con un gorro hinchado, con garcetas pegadas a las sienes, arrastrando sus pantuflas y diciendo con voz grave: ¡Y qué! Cuando uno es guapo, es natural que las mujeres no lo dejen en paz. Se oyeron unos cuantos ¡oh!, ¡oh! mientras las señoras levantaban un poco sus abanicos. Lucy, en el proscenio, reía tan ruidosamente que Caroline Héquet la hizo callar con un ligero golpe de abanico. Desde aquel momento estaba salvada la obra y se entreveía su gran éxito.
 
Aquel carnaval de los dioses, el Olimpo arrastrado por el fango, toda una religión, toda una poesía befadas, parecían un regalo exquisito. La fiebre de la irreverencia alcanzaba a todo el mundo letrado desde las primeras representaciones; se pisoteaba la leyenda, se rompían las antiguas imágenes. Júpiter tenía una cabezota, Marte era golpeado, la realeza se convertía en una farsa y el Ejército en una bufonada. Cuando Júpiter, enamorado repentinamente de una pequeña lavandera, se puso a bailar un desenfrenado cancán, Simonne, que hacía de lavandera, lanzó un puntapié a las narices del rey de los dioses, mientras le llamaba tan graciosamente «papito mío», que toda la sala rió locamente. Mientras se bailaba, Febo obsequiaba con ponches a Minerva, y Neptuno reinaba en siete u ocho mujeres que le regalaban pastelillos. Se recurría a las alusiones, se añadían obscenidades y las palabras inofensivas eran desvirtuadas en su sentido por las exclamaciones del patio de butacas. Hacía tiempo que el público de un teatro no se había revolcado en la necedad más irrespetuosa. Esto le regocijaba.
 
Émile Zola (Francia, 1840-1902).

La ilustración corresponde a Martine Carol en un fotograma de Naná (1955), de Christian-Jacque.

lunes, 17 de abril de 2017

Carnaval: LA ISLA INAUDITA, de Eduardo Mendoza

"... acertaba a barruntar la identidad de aquella diosa, cuya cabeza envolvía una caperuza de terciopelo negro..."
 
(Fragmento del capítulo VIII)

La enferma agitó el pañuelo en dirección a su marido.
 
- Charlie, amor, ¿por qué no enciendes alguna lámpara? Con esta oscuridad ya no veo la cara de nuestro invitado -dijo.
 
Sin hacerse de rogar, Charlie corrió a prender una luz de muy poca potencia y regresó luego a su silla, donde adoptó nuevamente la actitud embelesada con que había seguido la primera parte del relato que ahora la enferma se disponía a proseguir.
 
- Por aquellas fechas –siguió diciendo-, se celebraba en Venecia el legendario carnaval, que, como usted sabrá sin duda, empezaba en la festividad de San Esteban y se prolongaba hasta el primer día de la Cuaresma. Durante esos meses toda actividad productiva quedaba postergada; las calles y plazas eran guarnecidas de adornos; las embarcaciones eran pintadas y ornamentadas para convertirlas en alegorías pobladas de sirenas, tritones y monstruos marinos; todos los días había desfiles, bailes y mascaradas, y por doquier reinaban la confusión y el desenfreno. Como es lógico, mientras duraban estos festejos impíos, las personas decentes no osaban salir de sus casas ni dejarse ver.
 
»Aquel año habían caído sobre la ciudad fuertes nevadas y el frío era intenso. Por esta razón la comparsa había optado atinadamente por disfraces cálidos, como el de oso, gallina, arcángel, borrego o espantajo, y dejando para más entrado el año los atavíos bíblicos y mitológicos, más vistosos, pero más expuestos por su naturaleza y representación a los agentes atmosféricos. De ahí que aquel día la multitud que se agolpaba al paso de las carrozas quedara atónita al ver en una de ellas el cuerpo escultural que una mujer, pues un leve cendal que ondeaba al viento no ocultaba a las miradas ninguno de sus atributos, exhibía con doble atrevimiento. Ni siquiera en esta ciudad de vicio y liviandad, obsesionada por el culto enfermizo a la belleza habían sido vistas unas formas tan perfectas como las que ahora les era dado contemplar. Un silencio sepulcral rodeaba el paso de aquella diosa cuya blancura sin mácula sólo alteraba el lustre dorado de su vello primerizo y el pálido rosetón que coronaba sus senos. Por más que todos se hacían cábalas, nadie, ni siquiera el tristemente célebre seigneur de Seingalt, el corrupto y despiadado Giacomo Casanova, presente en Venecia, de quien se decía que podía reconocer cualquier hembra de Europa con sólo serle mostrado un fragmento o extremidad de ella, acertaba a barruntar la identidad de aquella diosa, cuya cabeza envolvía una caperuza de terciopelo negro sujeta por una gargantilla de perlas al cuello de alabastro. Pero más aún que el secreto de su persona conturbaba en aquellos momentos el ánimo de los venecianos, pese a estar habituados a que año tras año acudieran al carnaval meretrices y sarasas de todo el mundo, la insolencia con que la diosa pregonaba sus intenciones por medio de un letrero colgado de la parte posterior de la carroza, cuya leyenda, pintada en letra grande y clara, decía así: «Estoy en venta. Quien quiera saber más, acuda al anochecer a la taberna de San Cosme.» Poco podía sospechar aquel público salaz y malpensado que oculta por la tela tupida y asfixiante de la bolsa que velaba el rostro a su curiosidad la diosa seguía desgranando las letanías que la noche anterior había interrumpido el usurero con su llegada y que, como las imágenes sacras de las procesiones, sobre cuya serena majestad ahora trataba ella de modelar su porte, se sentía protegida de las miradas lascivas, que notaba en la piel como aguijones, por el manto invisible de la virtud.


Eduardo Mendoza (España, 1943)

domingo, 16 de abril de 2017

Carnaval: MEMORIAS (Historia de mi vida), de Giacomo Casanova

"El domingo de carnaval, al mediodía, oí el ruido de los cerrojos..."

(Fragmento del capítulo XII, tomo cuarto)

¡Qué poca cosa hace falta cuando se está angustiado para causar alegrías y consuelos! Pero en mi situación estas pajitas no eran poca cosa; eran un tesoro.
 
Empleé muchas horas en exprimir mi ingenio para hallar un medio de reemplazar la yesca, único ingrediente que me faltaba y que no sabía con qué pretexto pedir, cuando de pronto recordé que había encargado a mi sastre la pusiera en las sobaqueras de mi casaca, para evitar que el sudor ensuciase y consumiese la tela. Esta casaca, nueva, estaba delante de mí; mi corazón latió más fuerte porque quizá el sastre no la había puesto y yo oscilaba entre el temor y la esperanza. No tenía más que dar un paso para comprobarlo, pero este paso era decisivo y no me atrevía a darlo. Por fin me acerqué y sintiéndome casi indigno de este favor, pedí a Dios con fervor que el sastre no hubiese olvidado mi orden. Después de esta plegaria, tomé la casaca, descosí la tela y encontré la yesca. Mi alegría llegó al delirio.
 
Teniendo todos los ingredientes, pronto tuve la lámpara. Juzgúese la satisfacción que experimenté al haber obtenido, por así decirlo, la luz en medio de las tinieblas, y la no menos dulce de desobedecer las órdenes de mis detestables opresores. Ya no había más noche para mí, pero tampoco más ensalada; aunque me gustaba muchísimo, la necesidad de conservar el aceite para alumbrarme me hacía ligero el sacrificio. Fijé entonces el primer lunes de cuaresma para empezar la dificultosa operación de romper el entarimado, porque en los festines del carnaval yo temía mucho las visitas.
 
El domingo de carnaval, al mediodía, oí el ruido de los cerrojos y vi a Laurencio seguido de un hombre gordo a quien reconocí por el judío Gabriel Schalón, conocido por su habilidad en obtener dinero de los jóvenes, haciéndoles caer en malos negocios.
 
Nos conocíamos, así es que nuestros saludos fueron breves. Su compañía no podía serme agradable, pero para ello no se me consultaba.
 
 
 Giacomo Casanova (Italiano, 1725-1798).

La ilustración corresponde a la puerta de une celda en la Cárcel de los Plomos del Palacio Ducal en Venecia.

sábado, 15 de abril de 2017

Carnaval: DON JUAN TENORIO, de José Zorrilla

"¡Mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caro sus gritos!"
 
(Dos fragmentos del primer acto)

Hostería de Cristófano Buttarelli. Puerta en el fondo que da a la calle: mesas, jarros y demás utensilios propios de semejante lugar.
 
Escena I
 
Don Juan, con antifaz, sentado a una mesa escribiendo; Buttarelli y Ciutti, a un lado esperando. Al levantarse el telón, se ven pasar por la puerta del fondo máscaras, estudiantes y pueblo con hachones, músicas, etc.

Don Juan: ¡Cuál gritan esos malditos!
Pero, ¡mal rayo me parta
si en concluyendo la carta
no pagan caro sus gritos!

(Sigue escribiendo).

Buttarelli (a Ciutti): Buen carnaval.

Final de la escena V

Don Gonzalo: Quisiera yo ocultarme
verlos, y sin que la gente
me reconociera.

Buttarelli: A fe
que eso es muy fácil, señor.
Las fiestas de carnaval,
al hombre más principal
permiten, sin deshonor
de su linaje, servirse
de un antifaz, y bajo él,
¿quién sabe, hasta descubrirse,
de qué carne es el pastel?
 
Don Gonzalo: Mejor fuera en aposento contiguo...
 
Buttarelli: Ninguno cae aquí.
 
Don Gonzalo: Pues entonces, trae el antifaz.

José Zorrilla (España, 1817-1893)